Aprender a mandar y obedecer: el regalo de la espiritualidad

Buscar los mejores caminos para que la vida humana se desarrolle en el amor, la misericordia y la justicia, es el sentido básico de la obediencia, y también de la autoridad.

Sebastián Mier, sj.

Profesor de teología. Exasesor de grupos universitarios y de comunidades de base

Hay distintas maneras de entender la espiritualidad. Para mí, es una de las dimensiones que abarca toda la vida personal y social: el propio crecimiento, el trabajo, el arte, la política, etcétera. Y se refiere al “espíritu”, la mística, el sentido, la esperanza, el entusiasmo, las actitudes con que los realizamos día con día.

En la vida práctica nos encontramos con diversos tipos de espiritualidad, pero ahora me referiré a la que se inspira en Jesús, hijo de Dios y de María de Nazaret, nuestro hermano mayor en la fe cristiana.

Jesús nos enseña más que una manera de orar, todo un estilo de vida que no se basa en las leyes mandadas sino en su propia experiencia de vida, y el núcleo de todo ello es el amor. Jesús ha experimentado a Dios, su Padre, fuente del universo y la humanidad, precisamente como Amor, y de ahí brota su amor por todos los humanos, sus hermanas y hermanos. Y ése es el Espíritu que nos comunica para que seamos capaces de seguir su camino, de realizar sus obras.

Sin embargo, ese mismo espíritu claro y fundamental ya no es tan nítido cuando tratamos de vivirlo en muchas de nuestras circunstancias. Esto se debe a dos razones básicas: primero, porque con cierta frecuencia no es tan patente cuál es el camino concreto del verdadero amor y, segundo, porque también con frecuencia, aunque alcancemos a ver con claridad el camino, las múltiples manifestaciones de nuestros egoísmos nos impiden recorrerlo.

Estas dos razones entran en juego al referir el tema de la espiritualidad con la relación entre autoridad y obediencia. Ofrezco algunas luces para comprender mejor el sentido del amor en la relación autoridad-obediencia y para vivirlo.

Sentido de la autoridad y la obediencia

Para ubicar mejor la relación autoridad-obediencia es indispensable recordar y aclarar el significado del reinado de Dios. La voluntad del Padre, tal como nos la ha enseñado Jesús, no consiste en mandatos caprichosos que Él nos impone porque es Dios sino que su voluntad es hacer una alianza con cada uno de nosotros, con su pueblo, para comunicarnos su vida, liberarnos de todas las esclavitudes y llevarnos a un país “que mana leche y miel”, es decir, donde no hay hambre, miseria, enfermedades, ni opresiones; donde mujeres y varones, ancianos, adultos y niños, viven de manera plena. Y en ese país al rey se le encarga que realice la justicia de Yahvé, esto es, que tenga un especial cuidado de los más débiles: “del pobre, del huérfano, de la viuda”, frente a los abusos de los poderosos. Así lo proclama María al final de su cántico: “destronó a los poderosos… levantó a los humillados… a los hambrientos los colmó de bienes…”(Lc 1, 52-53). Así ha de realizarse el reinado de Dios.

Ahora bien, esa voluntad de Dios, ese reinado suyo, no se realizan de forma automática sino que requieren de nuestra colaboración y obediencia. Este es el sentido básico de la obediencia que nos toca a los seres humanos: ir buscando los mejores caminos para que la vida humana en sus diversos ámbitos (familia, sociedad, iglesia) se desarrolle en el amor, la misericordia, la justicia así como en lo económico, político, cultural. Esta obediencia básica es común a todas las personas, todos los cristianos, independientemente del rol que desempeñen dentro de la comunidad.

Y con esto damos el siguiente paso: para que cualquier comunidad funcione bien requiere una distribución de roles. Entre ellos, la autoridad es uno fundamental, pero la comunidad no está al servicio de la autoridad sino ésta al servicio de la comunidad. Entonces, quien tiene la autoridad no ha de ordenar de una manera caprichosa, según sus gustos e intereses, ni para poner a prueba a los súbditos, sino procurando sinceramente el bien de todos los miembros. Esta es su parte de obediencia, y para encontrar las mejores soluciones debe apoyarse en la opinión de sus súbditos.

Los súbditos, a su vez, con el mismo propósito del bien común, han de cumplir los mandatos de la autoridad, a menos que sean injustos. La manera concreta de escoger a las autoridades y determinar sus funciones y procedimientos, varía según las circunstancias y las culturas, pero los criterios fundamentales se cumplen en todas las variantes.

En la búsqueda de caminos para la vida de cualquier comunidad he mencionado dos criterios, lo justo y lo mejor. Son válidos, necesarios, pero no siempre claros en las múltiples decisiones requeridas en lo cotidiano. Y aquí volvemos a dos dificultades: la complejidad de las soluciones y nuestros egoísmos.

A veces se piensa que la autoridad en general, y más dentro de la iglesia, tiene sentido en sí misma, como legítimo representante del Señor, y con ello con el derecho de imponer sus mandatos; pero es el mismo Señor quien con insistencia enseña a sus discípulos ‑con la palabra y sobre todo con el ejemplo‑ que la autoridad dentro de su comunidad tiene un carácter indispensable de servicio:

“Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad, pero que no sea así entre ustedes; el que quiera ser grande, que se haga servidor de los demás… como el hijo del hombre que no vino a ser servido… sino a entregar su vida” (Mt, 20, 25-28).

Y en la última cena (Jn, 13, 2-11) les lavó los pies a sus discípulos, no como una ceremonia de Semana Santa que contradice su comportamiento ordinario sino como un símbolo profundo que refuerza lo que ha sido toda su vida.

El mismo sentido tiene la imagen de pastor con la que Jesús se designa a sí mismo y con la que confía a Pedro el cuidado de sus ovejas, después de pedirle una triple profesión de amor humilde. Jesús es el pastor que se entrega para que sus ovejas tengan vida en abundancia (Jn, 10, 10), no el dueño que legítimamente se aprovecha de su ganado. Por eso, si una autoridad procede de otra manera, no pueda alegar en su favor el encargo que Jesús le hizo.

Discernimiento espiritual y autocrítica

La espiritualidad se refiere al “espíritu”, la mística, las actitudes con las que se vive, se trabaja, se lucha, se festeja. En la espiritualidad de Jesús están inspiradas por el amor a nuestro Padre a nuestras hermanas y hermanos. Válido tanto para los que les toca mandar como obedecer.

Un primer rasgo de esta espiritualidad es el cultivo del cariño y el interés por el bien de la comunidad: creer y sentir que lo que favorece la vida de todos es bueno también para mí, me agrade o no y aunque me pida renunciar a cosas quizá también buenas y que a mí me gustan más. Y ahí brotó ya un segundo rasgo: capacidad de renuncia, de abnegación, no por mero ejercicio de autodominio sino motivada por el amor a los hermanos.

También es muy importante el aprendizaje del diálogo: saber hablar con claridad, fundamentación y respeto, en el tiempo oportuno y del modo apropiado, insistir lo conveniente, saber escuchar y hacer un esfuerzo por comprender y valorar las otras opiniones, aunque no estén bien expresadas, sin precipitarse a rebatirlas y menos a ridiculizarlas.

Esto es lo que supone un diálogo auténtico, un sano ambiente de confianza básica, de lo contrario, la situación se vuelve difícil, y hasta contraproducente, ya que se presta a abusos de diversa índole y muy dolorosos. Esa es una de las causas principales que han deslegitimado el sentido de la obediencia, pues destruye las relaciones interpersonales y perjudica gravemente a todo el grupo.

Una variante rica para el diálogo es el discernimiento espiritual, personal o compartido. Es decir, un esfuerzo sincero por distinguir entre nuestros variados pensamientos, sentimientos, emociones, para saber cuáles proceden en verdad del Espíritu de Jesús y cuáles tienen un carácter destructivo del amor. Un método muy útil para ese discernimiento es el que San Ignacio de Loyola propone en sus Ejercicios Espirituales.

Otro término que nos sugiere algo semejante al discernimiento es el de la autocrítica, esa apertura confiada a la verdad que proviene del amor de Dios y que nos permite reconocer con humildad sincera nuestros aciertos y errores, sin empeñarnos en disimularlos, justificarlos o buscar falsas razones.

El mayor de los obstáculos es nuestro acendrado egoísmo, que nos lleva a preferir nuestro provecho sobre el de los demás y a sentirnos superiores a ellos, que no funda su seguridad en el compartir fraterno, sino en el imponerse sobre los otros. Para superarlo, necesitamos “Dios y ayuda”.

Y entonces hemos de volver a las prácticas tradicionales de espiritualidad, aunque ya con un enfoque que va más allá de los meros actos de piedad para cumplir obligaciones y hacer méritos, dirigiéndolos para que nos ayuden a avanzar en el amor básico y las actitudes requeridas por él.

Una contemplación de Jesús en los evangelios, reposada, profunda y llena de sabor, ha de conducirnos a descubrir con más detalle sus actitudes vitales y a pedirle que las imprima en nuestro corazón.

Una oración vivencial que le pida a nuestro Padre-Madre las disposiciones personales y comunitarias que necesitamos, perdón por las mutuas ofensas y le agradezca los logros en la colaboración fraterna. Oración que puede revestir en ocasiones el carácter de los sacramentos de la eucaristía y de la reconciliación.

Todo ello en el ambiente de confianza básica que señalé en torno al diálogo. Y tanto para los súbditos como para las autoridades.

No se trata de recomendar o imponer estas prácticas a los súbditos para que sean dóciles. Todos necesitamos esa docilidad no tanto a la autoridad humana, sino más profundamente a Dios nuestro Padre, a su auténtica voluntad liberadora de los oprimidos y a su Espíritu. Jesús mismo y sus apóstoles nos enseñan que hay que denunciar los abusos de la autoridad, y el auténtico movimiento de los derechos humanos en la actualidad encuentra allí una de sus motivaciones.

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