Enfrentar la crisis laboral con espíritu

Carlos Gerardo Rodríguez Rivera[1]

Director del CEREAL

Reflexiones desde San Ignacio de Loyola

Ciertamente, la incertidumbre y el deterioro, sintetizan dos décadas de crisis que siguen viviendo los mundos del trabajo en México. Pero también, ciertamente, son una oportunidad para el seguimiento de Jesús y la colaboración con su Reino, para poner signos de liberación y propiciar praxis de amor, por amor y con amor, si incertidumbre y deterioro (con todas sus variantes, matices y expresiones) se viven con Espíritu. Me valgo para afirmarlo, de la experiencia humana y espiritual de san Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de los jesuitas. En su experiencia como peregrino encuentro y ofrezco pistas que nos fortalecerán ante la crisis de los mundos del trabajo. Me explico.

Primero quiero decir que soy religioso de la Compañía de Jesús desde hace veinticinco años (1978-2003). De sacerdote llevo diez; y de 1985 a la fecha, he estado destinado a la promoción y defensa de los derechos humanos laborales. Estos años, empezaron para mí y para otros jesuitas con una experiencia de trabajo asalariado por un buen tiempo. Trabajamos de obreros antes y después de La Ordenación Sacerdotal. Inicié mi experiencia de obrero por donde la empieza cualquier trabajador: por el desempleo. Por la calle. En las banquetas. A las puertas de las fábricas. Transitando por ese sentimiento que acompaña toda búsqueda de empleo como uno más. Vas por la calle y por la angustia que se acompañan. Intenté sesenta días hasta que me dijeron: “¡preséntese el lunes temprano!”.

Conocí también la inseguridad en el empleo. Fui eventual en varias ocasiones y por varios meses. Inestabilidad referida a los cambios frecuentes (pero inestabilidad que se hace una con todo el cuerpo), ya sea porque te despiden o porque finaliza el contrato: treinta, sesenta, noventa días. Llegas a pensarte eternamente eventual, y te das cuenta cómo cada quien se rasca con su propia eventualidad. También fui despedido y estuve sindicalizado. Trabajé de noche. Estuve bajo los contratos de protección y sindicatos fantasma. Cobré salario mínimo y me hicieron trabajar más de las nueve horas extras por semana. Participé en las movilizaciones del sindicalismo democrático porque milité en uno, y también entendí por qué se llega tan cansado del trabajo.

Colectivamente donde trabajo, nos hemos percatado desde 1992, muy vivamente, de los cambios que han modificado los mundos del trabajo y de sus repercusiones personales y familiares: se han transformado las relaciones laborales dando marcha atrás a derechos conquistados, sin que los trabajadores o sus organizaciones, pudieran parar o bien, negociar la embestida del neoliberalismo de fábrica. Se recortaron o eliminaron contratos colectivos y puestos de trabajo; se afectaron prestaciones económicas; no se democratizaron los sindicatos, ni la tasa de sindicalización se incrementó conforme al crecimiento demográfico; no se crearon los empleos necesarios y los que había, precarizaron sus condiciones. El resultado es mayor desgaste; mayor deterioro de la calidad de vida (está afectado el descanso, las vacaciones, el salario, etc.; el hoy y el futuro; lo físico y lo emocional; el trabajador también ya no aguanta más). Más estrechez en la familia, más carga de trabajo a la cual entrarle por parejo, menos oportunidades, más conflicto. En términos subjetivos, la asimilación ha sido como derrota, acendramiento del individualismo, ineficiencia de lo organizativo y desaliento o desesperanza. En resumen, incremento de la incertidumbre.

Dije al principio que me valdría de la experiencia de un vasco vuelto santo. Una palabra sobre él. Ignacio de Loyola nació hace más de 500 años, cuando Colón llegaba a nuestro continente. En su nombre, hay jesuitas dispersos por todo el mundo. Al parecer no conoció ni a su madre, ni a sus abuelos. Como a los quince años tuvo la oportunidad de educarse en la Corte de Castilla, en el palacio de lo que hoy sería el secretario de Hacienda. Ahí creció y ahí aprendió modales y costumbres, disfrutándolo al máximo. Pero, la protección del tal ministro desapareció e Ignacio tuvo que reacomodarse bajo otro patrón. Ni más ni menos que representante del Rey, y Virrey de Navarra. Al mismo que defendió en Pamplona de manera imposible contra el ejército francés (1520). A Ignacio le pareció indigno y vergonzoso retirarse y se dispuso a pelear hasta el final. Entró en combate y cayó herido. Lo que hoy sería una esquirla le quebró una pierna, y lo hirió en la otra. Los franceses, en reconocimiento a su hombría, lo trataron cordialmente y lo mandaron a su casa. Pero para el tema laboral y lo espiritual, esto no es lo importante.

Vamos a ello. Volvió a la propiedad de su familia, herido, humillado y derrotado. Su salud empeoró: no podía comer y se le presentaron síntomas de muerte. Se confesó y comulgó. Todos creyeron que se moría. El dolor le hizo pensar en silencio y soledad. Dialogó consigo mismo y analizó su vida: vacíos y contradicciones. Se sintió pecador. Vio que tenía que cambiar. Escuchó sus voces interiores y recapacitó sobre la variedad de sus impulsos. Se dio cuenta de dos tipos de pensamientos dentro de él. El primer tipo lo deja seco y descontento. El segundo, contento y alegre. Es decir, una batalla de deseos y proyectos en su corazón, lo que le “abrió los ojos” a la vida espiritual. En esa hora cambió su vida. No dudó en llamarle a su experiencia, conversión.

Y aquí viene lo que nos importa. Lo que nos puede iluminar para afrontar con Espíritu la crisis laboral. La conversión de Ignacio de Loyola adoptó una primera forma: la peregrinación. En la convalecencia, le nació la idea de ir a la tierra de Jesús para allí vivir y morir, y a punto estuvo de quedarse. Antes peregrinó cerca de dos años (1522-1524). Es en su peregrinación donde me quiero fijar porque ser peregrino entonces, era llevar una vida precaria, pobre, anónima e incierta, fuera de todo amparo. En efecto, el peregrino, por ejemplo, pedía limosna cada día, no comía carne ni probaba vino. Además, oía misa todos los días, rezaba, recalaba en el hospital como hacían los que no tenían techo, y llevaba alimento a los enfermos. Vivía esperando todo de cada día y de la solidaridad.

En esos meses tuvo algunas visiones extraordinarias y también fuertes pruebas espirituales. Una de ellas, la del desaliento: “¿cómo podrás tú sufrir esta vida setenta años que has de vivir?”. Ciertamente perdió alegría y paz interna. Conoció la pesadez de la tristeza, el tormento de los escrúpulos, la aflicción profunda, la noche cerrada del alma, sin atisbar remedio alguno. Pero siguió fiel a sus prácticas: no dejó de ir a misa, ni de rezar, ni de alimentar a los enfermos. La prueba llegó a situaciones límite. Gritó pidiendo auxilio a Dios, al sentir la tentación del suicidio, el vacío de la existencia y la pérdida del sentido. Más de pronto le llegó la claridad. Retornó la paz. El seguía fiel a sus prácticas de amor.

Hasta aquí la experiencia de Ignacio de Loyola, lo que nos puede iluminar para afrontar con Espíritu la crisis laboral es establecer una línea de continuidad entre aquella vida peregrina, precaria, anónima, fuera de todo amparo, y los contenidos muy parecidos, de la vida laboral precaria, anónima, fuera de todo amparo, que viven hoy los que dependen de su trabajo. Beber de las respuestas que Ignacio encontró ante sus incertidumbres para responder con Espíritu a las nuestras. Propongo dos:

1ª Vivió “de milagro” y, sin embargo, no dejó sus prácticas piadosas, ni de alimentar a los enfermos. La línea de continuidad entre la peregrinación ignaciana y la crisis en los mundos del trabajo es la de vivir al día. La precariedad tiene el tamaño del día y cada día es igual a su similar. La visión extraordinaria que recibe Ignacio es la de la conciencia de lo extremadamente duro que es vivir al día, y lo resuelve abriéndose a los que están en su misma condición (alimenta a los enfermos del hospital y duerme con los sin techo). No hay una postura individualista sino solidaridad. Lo que pasa cuando se vive de milagro es que se suceden interminables preguntas: ¿qué si me despiden? ¿alcanzará para la renta? ¿qué me pasa si no me dejo?, ¿hasta cuándo cambiará mi situación? etc. Forzosamente las preguntas nos ponen como centro. A la familia como centro. A las responsabilidades y deberes como centro. En cambio, ir al otro nos descentra. Nos mueve contra la parálisis que pudiera representar quedarnos en el centro.

Es el mismo descentramiento de Jesús. Así lo refleja san Marcos (10,33). Jesús no obstante que arrecia el conflicto, continúa la subida a Jerusalén. Peregrina hacia la máxima fidelidad a la voluntad del Padre. Remarca que la mejor autoridad es la que da el servicio (10, 44-45); no huye sino se compadece (10, 48); no concerta sino que echa a los mercaderes del templo (11, 15-19); no ignora el poder del César sino que anuncia al Dios de vivos (12, 17-27); previene contra la hipocresía de los ocupantes de los primeros puestos y resalta el desinterés y generosidad de los últimos (12, 39-40, 42-43); no responde a la amenaza con amenaza, sino declara cuál es el mandato primero (12, 29-31); intuye la persecución y pide resistencia hasta el final (13, 9-11, 13); no se esconde sino que insiste en que los seguidores siempre estén sobre aviso (13, 23, 37). No se refugia, ni se amedrenta; no se excusa, ni se aísla; prepara la cena y comparte el pan, asume las consecuencias de su praxis y acepta que se cumpla la voluntad del Padre expresada en la Escritura (14, 22, 25 y 49).

2ª Vivió fuertes pruebas espirituales y, sin embargo, no dejó sus prácticas piadosas, ni de alimentar a los enfermos. La línea de continuidad entre la peregrinación ignaciana y la crisis en los mundos del trabajo es la prueba. Sin duda que la vida laboral que comentamos contiene situaciones límite que prueban la consistencia humana y la integridad cristiana de los actores. El desgaste y deterioro no es sólo físico o emocional. Incluye la pérdida o la ganancia de sentido existencial. También es o puede ser, una experiencia de fe. A Ignacio ya se “le habían abierto los ojos” sobre estas batallas interiores. Sin embargo, en la precariedad de su peregrinación no dejó de ser sacudido tremendamente por ellas. La visión extraordinaria que recibe Ignacio es la de la conciencia, y certeza en la fe, de que la humanidad de Jesús -hijo de un carpintero- y toda la misericordia de la trinidad, no podían dejarlo en medio de la crisis, del sin sentido y del fracaso. De nuevo la claridad llega por Dios mismo que da su paz y consolación, pero también mediada por el descentramiento. Nuestro peregrino anónimo no dejó de ir a misa, de estar cerca del enfermo y de dormir donde lo hacían los sin techo.

Por consecuencia, vivir con Espíritu el momento laboral del país ha de arrojar también, frutos expresados en paciencia, perseverancia, lucha, fidelidad y radical esperanza. La constancia en la tribulación es lo que quiero rescatar como actitud espiritual, ya que nos puede hacer soportar las pruebas laborales “Más aún, aquí estamos orgullosos también de las dificultades, sabiendo que la dificultad produce firmeza, la firmeza calidad, la calidad esperanza; y esa esperanza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado”,( Rom. 5, 3.)

Esta constancia (favor de consultar Santiago 1, 2-4), no supone superhombres sino trabajadores y trabajadoras probados, que es diferente. Trabajadores que reconozcan la incertidumbre (y su componente sociológico de inestabilidad en lo laboral y sindical), la perplejidad, el desconocimiento de los caminos o el temor de los asaltos, y luchen o resistan contra ellos. El diálogo con uno mismo, el saberse también pecador, el querer cambiar de vida, en resumen, el fortalecimiento espiritual, nos llevará siempre a vislumbrar que detrás de la crisis laboral, no está el absurdo, ni el abismo, sino que rifan la ternura, la dignidad, la nobleza y justeza de la causa por la que se vive y lucha, la fraternidad entre iguales, el misterio amoroso que se comunica como alegría de vivir, la búsqueda de sentido y el sueño de un porvenir de mutua felicidad y plenitud.

Como actores en los mundos del trabajo, nos esperan aún más cambios a beneficio del capital, en continuidad con los veinte años anteriores. El trabajo en México aún no se dignifica, pero el conflicto por mejores condiciones no ha cesado. Estamos emplazados por el futuro, retados por el capital y su pretensión de modificar la Ley Federal del Trabajo y la Constitución e interpelados por un Estado cada vez más neoliberal. Estamos, a la vez, emplazados por Mateo 25, 31-46, donde no hay lugar para milagros. No hay otro modo de seguir a Jesús, sino el mismo de Ignacio: a través del servicio desinteresado a los “hermanos más pequeños” y la atención a sus necesidades básicas (“lo que han hecho a uno de esos mis hermanos más pequeños a mí me lo han hecho”). Tales son para el trabajador: el trabajo estable, pleno y productivo, un salario digno, la distribución igualitaria de la riqueza socialmente producida, la vigencia de sus derechos y la solución positiva de sus conflictos; verdaderos sinónimos de pan, de agua, de techo, de salud y libertad. El verdadero milagro consistirá en asumir amorosamente la vida del trabajador.

Algunas preguntas para la reflexión:

  1. ¿Cuáles pruebas espirituales has tenido o has conocido de otros relacionadas con el ámbito laboral y cómo salieron de ellas?
  2. ¿Consideras lo relacionado con el ámbito laboral como algo que incumbe a la fe de los creyentes?
  3. ¿Por dónde irán hoy los caminos de esperanza para trabajadores y trabajadoras del país?
  4. ¿Cómo fortalecerá a los creyentes el evangelio y la buena noticia de Jesús que son a la vez trabajadores y trabajadoras?

Libros para profundizar:

Tellechea Idígoras, Ignacio. San Ignacio de Loyola. La aventura de un cristiano. Casa de Ejercicios Puente Grande y CRT, editores. 1997.
Boff, Leonardo. Betto, Frei. Mística y espiritualidad. Editorial Trotta, Colección Estructuras y procesos, Serie Religión, 2ª. edición, 1999.
Rodríguez Rivera, Carlos. A menudo he pensado en otra historia. Colegio de Estudios Teológicos, 2001.
Auerbach, Cristina Rodríguez, Carlos. De la tragedia a la esperanza (los salmos de los trabajadores). Cereal-Integra. 2ª. Edición, 2001.

[1] Coordinador del Centro de Reflexión y Acción Laboral, CEREAL, de Fomento Cultural y Educativo (el proyecto obrero de la Compañía de Jesús en México, (ONG especializada en la defensa y promoción de los derechos humanos laborales). Estudió Ciencias Sociales, Filosofía y Teología. Mecánico tornero y soldador. Trabajó asalariadamente en el Valle de México y en las maquiladoras de la frontera norte, alternándolo con servicios educativos sindicales. Ha publicado: Dios y los obreros (1991), ¿Cuál es la prisa? (1992), Esto es un grito (1993), El cierre de la fundidora y De la tragedia a la esperanza, (coautoría con Cristina Auerbach, 1996), y A menudo he pensado en otra historia (2001).

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