Dios y un niño de la calle

Por: Manuel Gómez Herrera
Miembro de las Comunidades de Vida Cristiana (CVX)

Niños y niñas de carne y hueso que viven soledad, frío, violencia, abandono, desnutrición, droga y en muchos casos prostitución. Algunos viven en la calle, fugitivos o expulsados de su familia; duermen, vagan, roban, mendigan, juegan y también trabajan. Muchos son trabajadores que salen a ganarse la vida, la suya y las de sus familias. A veces con un espíritu solidario comparten la tarea de los adultos y otras tantas son obligados.

Parecen estar condenados a continuar la misma historia de sus padres, de sus hermanos, la misma historia de marginación y pobreza.

Construir la esperanza en medio de ellos es una tarea difícil, quienes lo intentan distinguen entre “niños de la calle” y “niños trabajadores de la calle”; los primeros son niños y niñas que están de tiempo completo, la mayor parte de las veces, sin sus padres. Los trabajadores, comúnmente viven en un núcleo familiar.

Aldo es un niño de doce años, trabaja vendiendo chicles en una esquina de la ciudad, viene siempre con su mamá y está aquí desde la una de la tarde hasta la noche.

Al observarlo me doy cuenta, para mi sorpresa, que no está ni motivado para vender, ni temeroso de no hacerlo; sus movimientos son más bien lentos, su ánimo parece serio y hasta un poco triste, sus ojos se asoman entre los párpados que se ven pesados, falta luz en su mirada. Quizá significa que está cansado, (de hecho ya se acerca la hora de volver a casa) aunque yo sospecho que hay más que eso, por lo menos desnutrición.

Es el segundo de seis hermanos y hermanas, uno de los tres varones. Por las mañanas estudia, terminó el sexto grado de primaria allá en Santa Anita. “Me gusta estudiar, me gustan las matemáticas”. Así que pasa su tiempo entre el estudio y la venta de chicles.

Su papá teje sillas de palma, su mamá vende chicles como él. “Yo, cuando crezca, quiero ser mecánico”.

Su libertad para aceptar la platica, sin ni siquiera voltear a ver a su mamá, no coincide con mi idea de que recibe golpes con frecuencia. Yo entro en conflicto, me preocupa lo que dejará de vender por platicar conmigo y entonces, le ofrezco comprarle al menos cinco paquetes de chicles, asiente mostrando un poco de curiosidad.

Después de conocerlo un poco entro en materia: ¿Y quién es Dios para ti? Su respuesta muestra su desconcierto, no se lo que habrá imaginado que le preguntaría, pero estoy seguro que no esperaba tratar este tema. Titubea y responde apresurado: “Dios está en el cielo”. Parece natural que la primera imagen que le viene de Dios, lo ponga tan lejos.

Mi curiosidad empieza a traicionarme y ante un silencio en el que ninguno de los dos sabe qué sigue ni cómo seguir, le pregunto de nuevo: ¿Pero cómo es? Sus respuestas son muy simbólicas: “Es grande… ayuda a las personas… sabe todo”, eso parece bastarle para calificarlo.

Después explica: “Jesús es el hijo de Dios… vino a que escucharan su palabra… a que oremos… a que nos reunamos entre hermanos”

Le pregunto directamente si le parece justo lo que vive y me dice que no, pero tiene esperanza, cree que puede cambiar. Cuando habla del mal y de lo que tiene que cambiar, insiste en la droga y la corrupción.

Le pregunto si Dios castiga y si el infierno existe, él me responde que no castiga, que es bueno; y que el infierno sí existe, que ahí se van los malos, los rateros y cuando está a punto de decir “los drogadictos”, se detiene y me sorprende con un profundo gesto de misericordia: ¿los drogadictos? “no, ellos no, eso es una enfermedad”

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