Cuando tener empobrece

José A. García Monge, s.j.

Profesor de Psicología en la Universidad de Comillas, Madrid

ECOLOGÍA DE LA PERSONA LIBERADA

Introducción

No son necesarios muchos datos y argumentos para ser conscientes de que vivimos, al menos una parte de la humanidad, en la cultura del tener, que conlleva acaparar, poseer. La otra parte, casi dos tercios de los habitantes del planeta, en este año, respiran desde sus injustas y dolorosas carencias, la cultura de la pobreza, que guarda una estrecha relación de causalidad con la del tener. La sociedad de consumo estructurada por el neoliberalismo capitalista produce bienes que lo son en algunas dimensiones de la vida y para algunos, con el costo de males para el hombre y la mujer que protagonizan esa vida. La pasión por tener –epidérmicamente pujante en las gentes a las que me refiero y entre las que vivo- contamina de tal manera al ser humano que va produciendo, en una alocada carrera, un deterioro importante en la manera de ser y existir en este tramo de historia. Se podría tararear la canción: “no sé a dónde voy; pero voy a toda máquina”. Creo que personas y grupos más conscientes, o más sanos, o más libres, o más pobres de corazón, o más proféticos, sí ven a dónde vamos: a estrellarnos contra el muro que separa el tener del ser; a la infelicidad de la abundancia o a la abundancia de infelicidad, aparentemente no justificable. Por otra parte, sin mistificar a los pobres y sin condenar un progreso de rostro humano, ellos no sólo padecen el no tener lo necesario para una vida digna, por la explotación que fabrica pobreza, sino la frustración añadida del modelo de felicidad que les vendemos con precios fuera de su alcance. Solamente en comunidades con sentido de la vida realizan la bienaventuranza de la pobreza en la riqueza de su corazón y su lucha por la justicia y la solidaridad.

Interpretación del tener en clave personalista

Las cosas, el dinero, la riqueza, lo que se puede adquirir y cotiza en bolsa, son como un pedestal sobre el que el hombre se sube para ser más importante, tener más poder, prestigio, admiración, seguridad. A medida que el pedestal se eleva, la separación con los que están a ras de tierra es mayor; el diálogo se va haciendo más difícil, casi inaudible; el otro se desdibuja en la altura o en la pequeñez; la distancia se va haciendo mayor. La fantasía del “alto” es que la altura es suya, es estatura real. Se va olvidando del pedestal y confundiendo lo que tienen con lo que es. La tragedia para la convivencia humana es que ya no hay con-vivencia. La vivencia de uno no tiene casi nada que ver con la del otro. La vida del que está en las alturas (sea del tipo que sea) ya no toca la vida del otro. De interlocutores se transforman en admiradores, envidiosos, indiferentes u odiosos. Desde el pedestal ni se oye ni casi se ve. Como los ídolos, “tienen ojos y no ven, oídos y no oyen”. El ego hinchado deteriora primero al sí mismo y ocupa el espacio que el otro podría habitar para darle la verdadera vida. La vida exige cambio, y esta situación prácticamente no se da, porque no hay intercambio personal. El vértigo de las alturas en la escala social, la borrachera del poder, íntimamente aliada del tener, sólo tiene una dirección: acaparar más y más. La pasión del tener termina convirtiendo al “propietario” en prisionero de lo que tiene, esclavo de lo que posee. Los que le podrían liberar están demasiado lejos, en su voluntad posesiva, para ser vistos en sus rostros humanos y en su oferta de salvación. Es el arriba y abajo histórico, social. El Norte y el Sur de la geografía humana.

Ser y tener. E. Fromm afirmaba: no teniendo nada, es muy difícil ser; teniendo mucho, casi imposible. El tener se parece al comer emocional. Una ansiedad nunca satisfecha, un pozo sin fondo nunca repleto. La cultura del tener no se pregunta: ¿quién eres tú?, sino ¿cuánto tienes tú? Y el hombre y la mujer que la protagonizan responden a su identidad con un tener, confundiendo el rol de rico con la persona que pobremente dura, en ese rol. Confundimos el ropaje con el cuerpo, la fachada con el interior de nuestro edificio personal, y construimos sobre arena movediza que, aunque tenga innumerables granos, nunca ha sido una sólida base, como en la evangélica imagen. El autoconcepto que suministra el tener no sostiene de verdad a la persona. No solamente dificulta el acceso al ser, sino que lo disgrega, lo cosifica. Abrumado por el peso de tener, la persona no tiene ni espacio ni tiempo de ser. Por ello no transmite vida, sino tan solo objetos cuantificables. Es la filosofía de M. Buber en El Yo y el Tú. La pasión de acaparar hace viable una existencia yo-ello, nunca una existencia yo-tú. Necesitamos algunas cosas para vivir, personas para existir humanamente. Si confundimos la proporción o ponemos equivocadamente el acento en lo que no pertenece a lo esencial, si la pasión obnubila nuestra percepción de la realidad humana, funcionaremos en el mundo y hasta edificaremos una vida envidiable por muchos, pero, de verdad, no existiremos personalmente en esa vida, y no permitiremos a otros existir.

Un viejo proverbio árabe dice que una ventana de cristal que te permite ver al otro, te lo imposibilita cuando a ese cristal se le aplica una fina capa de plata. En un espejo solo te ves a ti mismo/a, nunca el paisaje que te rodea y puede interpelarte.

Se nos promete una sociedad del bienestar. Ojalá llegue a todo y a todos. Prescindiendo del electoralismo, muy pocos siguen la “estrecha senda” del bien-ser. Si el precio del bienestar es un notable deterioro del ser, el hombre y la mujer tendrán que elegir: ser más y tener menos, o ser menos y tener más. Y esto, no por razones de perfeccionismo ascético, sino por los dinamismos esenciales en la tarea de hacerse personas.

El hombre y la mujer no tienen otro camino para devenir personas que ir construyendo un nosotros cuya infraestructura se base en un compartir que satisfaga las necesidades primarias y permita acceder a una realización personal, individuadamente plural. El nosotros no es una generosidad opcional, sino un requisito para poder ser yo de verdad. La espiritualidad del nosotros no puede atajarse ni ahorrarse el camino de pasar por el realismo de lo material, en el que se decide la felicidad o desgracia de los seres humanos.

Propiedad privada

La pasión de tener, de acaparar, se estructura jurídicamente en la expresión “propiedad privada”, cada vez más extendida. Propiedad que priva a los otros de algo que tal vez les pertenece. Y me priva a mí mismo de la adecuada relación con los otros, atendiendo el destino universal de los bienes. Si esta propiedad se sacraliza, el pecado es mayor, pues hacemos a Dios cómplice de una injusticia estructural y dificultamos su credibilidad. Hacer al hombre posible y a Dios creíble matiza poderosamente la extensión de esa privacidad y su cerrazón exclusivista. Necesitamos cosas, es cierto, y una tranquila posesión de las mismas, pero que no hayan privado a otros, ni siquiera por cauces legales, de lo necesario para la vida. Nunca ha habido tantos recursos en el planeta y nunca han existido tantos pobres excluidos, como un estorbo, de lo necesario. A veces justificamos el dinamismo posesivo con un verdadero interés por “los míos”. Es comprensible, si entendemos que los lazos de carne y sangre, por muy importantes que sean, no excluyen la unidad de los seres humanos. Debo, si puedo, legar a los míos herramientas para ganarse la vida y una existencia que excluya riesgos razonables, pero no al precio de arrojar a los demás por la borda, no ya a un riesgo, sino a una muerte segura. Un laico cristiano testimoniaba así su actitud ante su familia y compromiso de fe: “las necesidades de los míos antes que las de los demás; las necesidades de los demás antes que los caprichos de los míos”. Puede resultar difícil delimitar la frontera entre necesidades y caprichos, sobre todo tal como nos los confunde la sociedad de consumo: pero lo cierto es que un ensanchamiento del amor lúcido no sólo ve las necesidades propias y ajenas sino pasiones que distorsionen la percepción, sino que nos otorga la libertad para atenderlas de una manera realista y adecuada.

Confusión entre la necesidad y el deseo

Tener es una necesidad regulada por la corporeidad y la sociabilidad humanas. El dinamismo de la necesidad motiva mientras está insatisfecha; tensiona hacia su realización. Aprender a negociar dialogadamente su frustración, cuando no es posible real o éticamente su satisfacción, es tarea de la mujer y el hombre adultos, sobre la cual tiene la fe una palabra que decir. Nuestra cultura del tener retrasa y dificulta la tolerancia a la frustración regresándonos a etapas infantiles. Conocer, situar, escuchar nuestras necesidades, su jerarquía y valoración, es propio del adulto maduro. Pero no sólo no se nos educa para ello, sino que se nos deseduca. Más grave es la confusión de la necesidad con el dinamismo del deseo. Las necesidades tienen un tope natural, los deseos se abren a un horizonte más amplio. Si aplicamos la energía del deseo al servicio de la satisfacción de una necesidad, estaremos siempre insatisfechos, vacíos, ansiosos. Esto es propio de nuestra cultura y nuestras experiencias individuales. Una carrera en alas del deseo hacia necesidades sobrepasadas, artificialmente implantadas en el corazón del deseo humano. Puedo necesitar, y de hecho necesito, comer; y puedo incluso desearlo como un “gourmet”. Pero así como el instinto del animal le dirá cuánto necesita, el ser humano puede pasarse, sobrepasarse, en perjuicio de sí mismo y de los demás. Su necesidad, confundida con el deseo, le ha llevado más allá de su sabia naturaleza y actúa en deterioro de la misma, en su versión individual y social. Ya no come para vivir, sino vive para comer, poseer, acaparar, sustraer salud personal y social.

Enseñar a relacionarse con necesidades las propias y ajenas y a desear humanamente, no confundiendo el anhelo de ser con el de tener, es sabiduría humana y cristiana. Pablo, en 1 Tim 6, 6-10 afirma: “Piensan que la religión es un negocio; la piedad es ciertamente un buen negocio cuando uno se conforma con lo que tiene; porque nada trajimos al mundo, como nada podremos llevarnos; así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos. Los que quieren hacerse ricos caen en tentaciones, trampas y mil afanes insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos” . Palabras de una enorme actualidad que, a veces, bajo apariencia de bien y excelentes racionalizaciones, han adquirido carta de ciudadanía en nuestro pensar y sentir individual y social, sin estar inmunizados contra esta reinante cultura los hombres de iglesia.

Añade Pablo en la misma carta vv 17-19: “A los ricos de este mundo insísteles en que no sean soberbios ni pongan su confianza en riqueza tan incierta, sino en Dios, que nos procura todo en abundancia para que lo disfrutemos. Que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, generosos y con sentido social: y así acumularán un capital sólido para el porvenir y alcanzarán la vida verdadera”. No es necesario comentar este mensaje, sino pedir gracia y Espíritu para convertirnos a él.

Recuerdo anecdóticamente una conversación con un joven jesuita que, trabajando en un país del tercer mundo con pueblos indígenas, regresó a España para atender la grave enfermedad de su padre. A su vuelta a la misión, quise proveerle de algo que le fuera útil, teniendo en cuenta que allí carecían de casi todo. Después de una hora en muchas secciones del Corte Inglés, sonriendo me dijo: “No necesito nada, gracias; lo he pasado muy bien contigo”. Insistí en vano. Recordé el “quantis nos egeo” (de cuántas cosas puedo prescindir). Y me sentí culpable de mi abundancia. Pienso que, pastoralmente, se nos enseña a convivir con la culpa o a olvidarla, terapéuticamente por supuesto. Pero la salud es mucho más que la ausencia de enfermedad o el control de la misma. Me quedaba mucho camino para experimentar un corazón lúcido y una libertad ante las cosas y ante mí mismo. Libertad no sólo de, sino para los demás, que no son un yo ampliado, sino el nosotros que me da una razón y tarea para vivir. Está claro que “no se puede servir a dos señores”.

El vacío existencial

Una de las penosas consecuencias de la vida centrada en el tener es el vacío existencial. Esta verdadera enfermedad, que afecta a millones de hombres y mujeres en nuestro mundo y de la que tienen constancia tanto los sacerdotes, religiosos o laicos cristianos como los terapeutas, genera depresiones y neurosis de difícil curación.

Víctor Frankl. Uno de los psicoterapeutas que más ha estudiado la sintomatología y el tratamiento adecuado para esta situación vital enferma, escribe:

“Frustración existencial, es decir, un sentimiento de falta de sentido de la propia existencia. Este complejo de vacuidad alcanza hoy un rango superior al del complejo de inferioridad por lo que se refiere a la etiología de las enfermedades neuróticas.” “La voluntad de poder… –voluntad de dinero- reprime la voluntad de sentido. La sociedad de la opulencia trae consigo una sobreabundancia de tiempo libre que ofrece desde luego, ocasión para una configuración de la vida plena de sentido, pero que en realidad no hace sino contribuir al vacío existencial”.[1]

En nuestra alocada y pasional carrera hacia el tener más y más, vamos llenando de cosas el pozo, hondón del ser humano, que no sólo no se llena con ellas, sino que asfixia la voluntad de sentido. Experimentar sentido en la vida significa, ante todo, que lo vivenciado fluye, da vida, hace crecer, expande, mira en alguna dirección que merece la pena. Ser productor y consumidor satisfecho acarrea un sin-sentido, uno de cuyos síntomas es el aburrimiento vital, cada vez más extendido y grave. El vacío existencial genera un tipo de neurosis que Frankl denomina “noogenas” para diferenciarlas de las psicógenas. El Purpose in life-Test y el Logo-test son herramientas capaces de medirlas. Este vacío existencial, generado como caldo de cultivo para la compulsión de acaparar, tener, poseer, más generalizado –existen elocuentes estadísticas- en burgueses “satisfechos”, desemboca en el suicido físico, existencial y social, con un sufrimiento a duras penas contenido por los fármacos. Frankl, desde su amplia y reconocida labor como neurólogo, psiquiatra y psicoterapeuta conecta el vacío existencial no sólo con la frustración de las necesidades, sino con la satisfacción de las mismas. Su terapia, la logoterapia, se abre a un fenómeno humano que la antropología denomina autotrascendencia de la existencia humana. Escribe Frankl:

“Quiero describir con esta expresión el hecho de que en todo momento el ser humano apunta, por encima de sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo o hacia un sentido que hay que cumplir, o hacia otro ser humano, a cuyo encuentro vamos con amor. En el servicio a una causa o en el amor a una persona, se realiza el hombre a sí mismo… Propiamente hablando, sólo puede realizarse a sí mismo en la medida en que se olvida a sí mismo”.

Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. Ya sabemos qué tesoros motivan el hacer y el soñar de gran parte de la humanidad. Una humanidad sin corazón, porque ha equivocado el amor. De esta situación no nos libra ni la religión, que puede convertirse en objeto de consumo con una pseudo trascendencia o unos rituales tranquilizadores. El sentido de la vida debe encontrarse, no puede fabricarse. Y para encontrarlo debemos buscarlo. Toda búsqueda comienza por la conciencia de vacío o por la esperanza de plenitud. Es un nomadismo muy distinto del sedentarismo a que nos invita el tener, aunque sólo sea para guardar nuestras posesiones, ya sean ideológicas, de poder, de prestigio o de riqueza. “Sal de tu tierra” no es solamente una invitación a la aventura, sino algo más profundo: atrévete, fiándote de su Palabra, a buscar una tierra donde todo hombre y toda mujer tengan un sitio humano, abierto al que nos creó.

La terapia comenzará cuando seamos conscientes del vacío aterrador que nos amenaza y de la ineficacia de los remedios y alienantes diversiones que la sociedad nos ofrece para llenar ese vacío. Si nos despojamos de cosas y roles, ¿quiénes somos? Nuestra desnuda existencia: ¿qué nos dice de nosotros mismos, de los otros? Todo es vuestro, vosotros de Cristo… ¿Puedo ser de Cristo con todo eso que llevo a cuestas? Ni siquiera puedo ser de mí mismo. ¿A quién pertenezco? A los bancos, a los prestamistas, a los poderes, a todos los que hipotecan más aún mi persona que mis bienes. ¿Quién decide mis conductas? Ingenuamente pienso que yo mismo; pero, en verdad, vienen decididas por la moda, el conformismo, el autoritarismo, los miedos…

La sed que yo tengo no me la calma el beber… La engañosa publicidad me promete paraísos terrenales. Jesús anuncia un Reino. Es muy distinto, aunque el deseo humano titubee ambivalente. ¿Qué anunciamos los seguidores de Jesús?, ¿o qué denunciamos proféticamente? Tal vez hemos conciliado el Evangelio con nuestra cultura del tener, y nos tranquiliza el que, imponiéndola a los demás, tengamos más prosélitos que creyentes.

Modelos de felicidad

El deseo de felicidad mueve hombres y masas. Los modelos actualmente vigentes de felicidad se han mostrado ineficaces y engañosos.

Tampoco sirve resignar en la espera de un cielo las urgencias atendibles de la historia. El problema radica en saber a quién o a qué damos poder de hacernos modestamente felices. Si nos dejamos orientar por los altavoces del mundo, la desesperanza no tardará en hacernos presa. “Hay más alegría en dar que en recibir”. Podrá ser contracultural esta frase atribuida a Jesús, pero la experiencia muestra que es verdad para el que tenga un espíritu suficientemente humano. Si la Iglesia quiere transmitir felicidad, tendrá que empezar por dar, por darse y gozarse en ello. Dar ejemplo de desprendimiento, no como sacrificio, sino como camino de esperanzada pobreza. Esto no se hace correctamente con voluntarismos, sino con un “hágase” donde los pobres tengan su palabra eficaz. No nos hacemos felices; nos hace o nos hacen felices. Pero tenemos tan arraigada la pasión y seguridad que otorga el tener, que nos cuesta arriesgarnos a que nos hagan felices.

Tenemos miedo a la verdadera felicidad, tal vez porque no se funda, como de pequeños, en el principio de placer, sino en el de realidad. Y la realidad, la que vemos, más allá de nuestra miopía, nos parece tan dura.

Una terapia, tarde o temprano, revisa la fantasía que tenemos de omnipotencia y de impotencia. Esta revisión pasa por interrogarnos por el uso de nuestro real y limitado poder. Instituciones, iglesias, políticos…, hasta las parcelas mínimas de poder individual temen este cuestionamiento. La sabiduría de ser feliz supone la liberta de desprenderse. Todo lo contrario de lo que frecuentemente nos enseñan. La prepotencia en la que reconocemos poder, y a cuya sombra nos arrimamos dependientemente, nos da la seguridad de la esclavitud de Egipto, no la alianza amorosa que emprende el camino del éxodo. “El justo vive de la fe” despierta ironías, pasotismos o desprecio, porque la fe, como opción histórica abierta al Acontecimiento de Dios en Jesús, se constata incompatible con la pasión de tener, acaparar, poseer, como única tarea rentable y sensata de los afanes del hombre sobre la tierra. El dinero –se afirma- no da la felicidad, pero da algo tan parecido que hay que ser un experto para distinguirlo. Yo creo que no hay que ser un experto; sencillamente, basta con ser alguien que ame de verdad, libre para amar, con sentido de la justicia que ilumina la fe.

Cultura de la austeridad

Se habla hoy –nunca demasiado- de la pobreza, de los pobres. De la veracidad evangélica si a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Existen personas, grupos, comunidades solidariamente comprometidas con la justicia que son y trabajan con los pobres o para los pobres, en las diferentes dimensiones de este dolor humano. Los macro problemas y su personalización en rostros humanos piden soluciones, frecuentemente difíciles. Una actitud básica -memoria, realidad y deseo de respuestas eficaces- consiste en vivir y propagar una cultura de la austeridad. Así escribía lúcidamente Ignacio Ellacuría. La cultura de la austeridad nos hace libres, no sólo menos culpables, y dinamiza un lenguaje universal del amor. Se puede vivir –no faltan numerosos y cercanos ejemplos- y educar motivadoramente para la austeridad. No por espartanas razones de educación del carácter, sino por libertad de las cosas y ante las cosas, ecología del alma liberada. La austeridad no sólo exige una cierta abnegación, sino una sabiduría humana y cristiana que personaliza al que la practica y que da a las relaciones interpersonales canales de comunicación yo-tú. Compartir no es un lujo de generosidades voluntaristas, sino una exigencia humanizante nacida del amor y la justicia.

La austeridad libera de esclavitudes y da un espacio al otro en nuestro corazón, que en la cultura de acapara y tener tiende a hacerse raquítico y mezquino. Nos pueden guiar hacia ella grandes utopías y pequeños pasos que no por pequeños dejan de ser significativos y grandes en el dinamismo del amor y la libertad.

“Tener religión”

La religión puede convertirse para algunos, no en el andamiaje y cauce de la fe, sino en un objeto más poseído y posesible. Tener religión es tener seguridad, acceso a una manipulación de Dios fantaseada y deseada. Poseer un catálogo de verdades que enriquecen más que liberan. Acaparo verdades, pero no la verdad que libera. Tengo religiosidad, pero esos conocimientos o prácticas no me dejan ver la realidad humana ni escuchar auténticamente la revelación del Dios de Jesús: pongo entre paréntesis al Jesús de la Historia para acceder directamente al Cristo de la fe sin verdadera fe. Soy rico en algunas dimensiones de la moral, arrinconando otras, tal vez más esenciales, para dar gracias al Señor al estilo del fariseo, que de su oración en el templo no salió justificado. Y eso que aquel hombre tenía religión. El consumo, en su ansia devoradora, puede alimentarse paradójicamente de religiosidad. La fe tiene una Palabra que decir para hacer de ella una experiencia histórica, más allá del consumo individualista, en su dimensión social.

No es lo mismo llevar al “santo” (o a Dios) delante, en la procesión que ir detrás del Señor. En el primer caso llevamos “lo sagrado” donde queremos y nos conviene; en el segundo, más difícil, abnegado y libre, con una opción hecha de confianza, vamos tras las huellas del Maestro, el Señor, adonde Él quiera conducirnos. En la humana procesión, aun con buena voluntad, manipulamos, decidimos, tenemos la religión como algo nuestro, adquirido; en el seguimiento de Jesús está actuando el “niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Actitudes muy distintas. La primera, contaminada por el tener; la segunda, experiencia radical de pobreza esperanzada, alentada por el Espíritu. Más que acumular religión, nos asombramos de los caminos del Señor que no son nuestros caminos y somos tenidos por la fe que actúa por el amor. Él nos enriqueció con su pobreza. Mensaje contracultural que nos resistimos a aceptar, porque difícilmente lo comprendemos, admitimos y acogemos en nuestras vidas, si éstas son las de buenos acaparadores, aunque sean de “arte religioso”.

No es nada fácil curar la pasión de tener. Primero, porque no somos concientes de que nos deteriore, y la cultura nos la hace connatural. Segundo, porque exige mirar por encima de las estrechas fronteras del yo y ver nuestro entorno: no sólo los borrosos rostros humanos, sino las miradas que nos interpelan y que, si tenemos la Gracia de creer, son miradas del Señor Jesús necesitado de sitio en nuestras vidas. Hay profetas contemporáneos que con sus personas y mensajes nos gritan estas verdades molestas y desinstaladoras. La vida religiosa tiene por misión de ser, personal y colectivamente, una de esas voces; pero también domesticamos el carisma para que no nos incomode demasiado y seamos amablemente aceptados entre los ciudadanos de este mundo. Las comunidades cristianas, sal de la tierra, pueden volverse sosas, y entonces no sirven de verdad para historizar el impulso del Espíritu que les dio origen. Entonces recordamos a Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, locos por Cristo, admiramos su coraje y valentía evangélica y los ponemos en nuestros altares, pero no en nuestras vidas. Leemos sus escritos, pero no escribimos en los torcidos renglones de nuestra historia la traducción a nuestros tiempos del Espíritu que les animó, el mismo que hoy nos quiere liberar de todo aquello que nos asfixia, para que todos respiremos la brisa en la que pasa el Señor. Preferimos la figura de este mundo que pasa y nos agarramos a ella por el vértigo de la velocidad, sin ser concientes de en qué dirección vamos, si visibilizamos el Reinado de Dios o si solamente somos unos apresurados consumidores del agua que no puede saciar nuestra sed. Hacer al hombre posible es hacer a Dios creíble. Ése es el reto y la tarea cristiana y humana. Para esa libertad nos liberó Cristo.

[1] Cf. V. Frankl, Ante el vacío existencial. Hacia una humanización de la psicoterapia, Herder, Barcelona 1977

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