La soledad en la pareja

Mujeres y hombres, presos en su propia trampa

Luis Mariano Acévez

¿Qué te ha dado esa mujer que te tiene tan engreído, querido amigo?

Es un lugar común el reconocimiento de la actitud activa, conquistadora, como típica del rol masculino. Nuestra cultura se propone enseñarnos a los hombres, desde pequeños, a no sentir determinadas emociones. Si a veces no lo consigue a plenitud, por lo menos hace que la percepción se achate y los sentimientos se amortigüen. Y si esto falla, en todo caso está prohibido expresar aquellos que se consideran poco masculinos. Cada familia establece su propio esquema de manejo permitido de los sentimientos. Es fácil recordar cuáles estaban permitidos y cuáles no, en nuestra casa paterna o a qué miembros de la familia les estaba permitido sentir coraje o miedo y de quienes se esperaba una actitud firme y entera ante la desgracia, por ejemplo. En general, se puede afirmar que los sentimientos de ternura, fragilidad, miedo y vulnerabilidad ―entre otros― están prohibidos para los hombres.

Este proceso de deseducación emocional enseña, además, que la conquista de una mujer es prueba de masculinidad. En su expresión extrema, machista, un hombre es más hombre en la medida en que conquista más mujeres.

Toda conquista es, sin duda, un ejercicio de poder. Y el poder es, ante todo, control. Los hombres conquistamos para poseer, para controlar. “A la mujer ni todo el amor ni todo el dinero”, dice el refrán.

Así, conquistando y controlando, los hombres nos protegemos y vivimos la ilusión de ser menos vulnerables.

Se conquista a las mujeres con rituales bastante conocidos y a veces, también bastante primitivos: palabras dulces y flores, música y promesas. A veces, también con la imagen del dinero: “poderoso caballero es don dinero”.

La conquista de una mujer, para que sea reconocida como tal, ha de evitar la violencia. Su camino es el de la persuasión, el de la seducción. Por eso la posibilidad del rechazo femenino está siempre presente y por eso a los hombres nos preparan para manejarlo y para aceptarlo. De ese modo queda a salvo una suficiente reserva de energía que nos permite echar a andar una y otra vez el ritual de la conquista, a pesar de las heridas sufridas.

Hay diferentes modos culturales de manejar el rechazo. En México existe una amplia y generosa cultura masculina (muy frecuentemente machista) desarrollada en torno al rechazo. Un eficaz medio para manejarlo son las confesiones y complicidades con los amigos, con la anestesia a cargo del tequila, los mariachis y abundantes canciones de Juan Gabriel o de José Alfredo Jiménez.

La seducción, estrategia de la espera activa

También es un lugar común el considerar como característica típica del rol femenino la actitud pasiva. Las mujeres han sido educadas, desde niñas, para esperar, para soñar en la llegada de un hombre que habrá de conquistarlas. El príncipe azul es uno de los mitos que ilustran esa característica.

Recatadas y discretas, suficientemente coquetas pero no más allá de ciertos límites que las buenas costumbres familiares definen en cada caso, las mujeres aprendieron a desarrollar todo un conjunto de estrategias y de instrumentos para inducir a la conquista al hombre deseado.

Desde pequeñas aprenden a llevar ellas las riendas, con tal sutileza, que nunca queda en evidencia su intención, por más que sea clara e intensa. Una mujer inteligente, que quiere además ser considerada como “decente”, aprende a estimular al hombre para que la conquiste, sin que esto se note. El lenguaje no verbal tiene un papel predominante en este proceso, con raíces culturales bastante hipócritas. (“La que no enseña no vende, pero la que enseña demasiado se pierde”).

Así se protegen ellas, en el doble mensaje, del dolor de una posible decepción o de una infructuosa espera. Si el hombre soñado no llega, al menos no ha quedado en evidencia su deseo y están más o menos listas para reiniciar el juego. Pero no existe un ritual social que permita a las mujeres elaborar su duelo y expresar su luto, sencillamente porque su papel consiste en esperar y su privilegio en escoger: se supone que nunca se experimentará el rechazo. El rechazo solo es posible para quienes corren el riesgo de la iniciativa.

En este juego, la mujer triunfadora es aquella que logra ser conquistada por el hombre que quiere, no la que ha conquistado al hombre que quiere.

El grito feminista y el silencio masculino

La llamada revolución feminista ha cuestionado aspectos muy importantes sobre la ancestral opresión de las mujeres, nacida en la desigualdad y la injusticia y ―en muchos casos― ha conseguido importantes cambios en las mentalidades y en las actitudes sexuales.

Como toda revolución, esta fue explosiva y no podía tener demasiadas consideraciones: se trataba de llamar la atención, de gritar, de perfilar agudamente la existencia de una situación insostenible.

Pero después del tiempo transcurrido, y a pesar de que esa revolución necesaria no ha llegado aún a la mayoría de las mujeres, es tiempo de hacer algunos matices para contribuir a clarificarla y hacer posible un avance mayor en sus alcances.

Luego del ejemplo formidable que han dado las mujeres, capaces de asumir exitosamente roles considerados tradicionalmente masculinos en una actitud audaz que las pone ―otra vez― a la vanguardia del desarrollo humano, es necesario pensar en su contraparte masculina, en un llamado a la liberación personal de los hombres.

Los roles masculino y femenino, tienen su origen en una mitología sexual profundamente arraigada, desarrollada y aprendida a lo largo de muchos años. No hay decreto ni revolución capaz de cambiar esos roles de la noche a la mañana.

Si se tratase únicamente de “papeles”, como los que se representan en el teatro, tal vez la tarea sería menos difícil. Pero se trata de verdaderos modos de ser y de sentir, de ver y de vivir la vida: toda una gama de ideas, deseos, actitudes y emociones que han crecido junto con la médula ósea de las mujeres y los hombres.

A pesar de que las últimas investigaciones muestran algunas diferencias entre el cerebro de los hombres y el de las mujeres se trata, sin duda, de un aprendizaje en su mayor parte cultural. No es algo que esté inmerso en la naturaleza del ser mujer o el ser hombre. Por eso merece ser atendido con especial cuidado. Porque, para modificar los estereotipos culturales, no basta reconocerlos como tales. Se requiere, sí, de una conciencia que se exprese fuertemente, en un grito. Pero luego es necesario trabajar a fondo, explorar raíces y obstáculos, ejercitar la libertad, aprender en la soledad tanto como en el encuentro cotidiano.

Un salto al vacío: el rechazo

A partir de la revolución feminista, las mujeres han sido estimuladas para que expresen libremente sus sentimientos a los hombres que desean. ¡Qué bueno que sea así! Que bueno que sean capaces de flexibilizar su desarrollo personal asumiendo actitudes antes reservadas a los hombres, en un ejercicio de su sexualidad más equilibrado, más rico y más integrado.

En esto, como en otras cosas, las mujeres llevan la ventaja, pues han iniciado el difícil camino de una liberación personal que la mayoría de los hombres ni siquiera sueñan. Sin embargo, en lo que se refiere específicamente al rechazo, las mujeres carecen de una tradición, de una cultura que les permita manejarlo, elaborarlo e integrarlo a su personalidad.

Una mujer que ha tomado la decisión de decirle al hombre que desea: “me gustas, me interesas, quiero contigo…”, muy probablemente ha pasado por un proceso difícil, violentándose contra ella misma, contra su educación, contra su tradición familiar y su imagen social. Realiza un acto profundamente valiente, una especie de salto al vacío.

Cuando el hombre se lanza a la conquista, sabe que existe siempre la posibilidad del rechazo y ya tiene inconscientemente preparado el ritual del duelo, que echará a andar en caso necesario. Forma parte de la cultura masculina (frecuentemente machista) y ese salto al abismo cuenta con una red protectora que, si bien no elimina el dolor, lo hace tolerable y permite un manejo no catastrófico.

Para las mujeres la situación parece diferente y encierra un grave peligro.

Se dice que una mujer moderna debe ser activa, tomar la iniciativa, declarar abiertamente sus sentimientos al hombre que le interesa. Pero no se dice qué hacer si ese hombre la rechaza. La mujer rechazada no dispone de un “paquete de primeros auxilios emocionales”; no sabe dónde poner ese dolor, no sabe qué hacer con él, ni que actitudes o qué conductas proceden, porque siempre creyó que sería conquistada, deseada, querida, buscada y que su privilegio era elegir entre sus pretendientes.

En esa situación, la única reacción posible para protegerse es la negación, negar el rechazo. Preparada para señalar al elegido, no puede comprender que el elegido no acepte serlo. Y prefiere no escuchar, acusando a quien la ha rechazado de cobarde, mentiroso, estúpido u homosexual.

Del lado de los hombres, lo que sucede es tal vez menos doloroso, pero no menos difícil de manejar.

Un hombre que se siente abiertamente reclamado, solicitado directamente por una mujer, no sabe decir no. Estar siempre preparado, “siempre listo”, es una de sus responsabilidades sexuales. Así, la trampa de la soledad queda perfectamente armada para los dos.

La tarea pendiente: completar la liberación

Al impulso revolucionario le falta llegar a las últimas consecuencias: asumir la igualdad implica asumir también riesgos y desventajas. Porque la desigualdad y la injusticia que se han cometido contra las mujeres tienen una cara similar del lado de los hombres, tenemos que trabajar juntos en la liberación de todos, puesto que todos somos seres humanos, todos somos personas.

En una nueva sociedad, más justa, más libre y más amorosa, los hombres somos responsables de enriquecer y flexibilizar nuestra sexualidad, integrando a nuestra personalidad aquellas partes femeninas desconocidas porque las hemos negado, porque las hemos enterrado temerosamente. Las mujeres, por su parte, tendrán que desarrollar su propia “cultura del rechazo” explorando viejos y nuevos caminos en su historia, soñando sus propios sueños, viviendo sus propios riesgos.

Su modo de ser-y-estar-en-el-mundo, diferente al de los hombres, es indispensable. Hace falta en el mundo el aporte luminoso de la verdad que llevan dentro de ellas mismas: su propia mitad.

La revolución sexual no está concluida. Ha de terminar solamente cuando la sexualidad no sea pretexto de poder, de opresión y de control, sino fuente de vida, placer, sabiduría y conocimiento mutuo en el encuentro diario de iguales, pero diferentes.

Jugar a ser espejo: somos mucho más que dos

Más allá de la reproducción, tarea común a todas las especies, la pareja humana se inventó para tender un puente entre dos soledades. Por eso, aunque todos sabemos que “más vale solo que mal acompañado”, soledad y pareja parecen términos opuestos, contradictorios. Y no hay infierno tan oscuro como la pareja condenada a la soledad por el desamor y por el aislamiento de la incomunicación. Esa soledad genera sufrimiento innecesario y estéril, al contrario de aquella que es buscada como espacio de encuentro consigo mismo, alimento necesario para fortalecer la conciencia personal.

La verdadera pareja humana, aquella formada por una mujer y un hombre comprometidos en el crecimiento propio a través del mutuo desarrollo espiritual, es extraordinariamente fuerte y poderosa, capaz de enfrentar cualquier situación, cualquier dificultad. Multiplica la conciencia, multiplica la intuición y la creatividad y genera vida a su alrededor.

Pero desde la trampa en que estamos metidos, hombres y mujeres, ¿cómo se construye este proyecto común? ¿En qué consiste? ¿Cómo burlar los mitos, los estereotipos y los paradigmas que nos mantienen apresados?

La fuerza de los esquemas sociales que, como el descrito anteriormente, nos obligan a permanecer rígidamente encapsulados y aislados uno frente al otro, resisten poderosamente cualquier intento meramente racional. No basta darnos cuenta y desear el cambio. Tenemos que explorar un esquema diferente cuanto antes y podemos hacerlo jugando. Frente al juego, la mente nos da permisos especiales, porque no se pone en riesgo su necio convencimiento. Frente al juego desaparece el miedo y ya se sabe que donde está el miedo no puede estar el amor.

Una pareja que quiera darse la oportunidad de explorar nuevos caminos de libertad, puede empezar jugando a cambiar los papeles. Durante un tiempo limitado ―como en cualquier juego― puede intentar un encuentro (a la hora de comer, a la hora de la cena, en el reposo, en la conversación o en la cama) en el que ella juegue a ser él y él juegue a ser ella, asumiendo conductas y actitudes, modos de pensar y de sentir. Esto, “ponerse durante un rato en el lugar del otro” y desde ahí ver al mundo y a la vida, es un ejercicio valioso para el descubrimiento mutuo, como en un juego de espejos. Después del juego, las cosas se verán diferentes y podrán empezar a ser diferentes. Las aristas se suavizan y los prejuicios se esfuman. Reconocerá la mujer su parte masculina y la aceptará, mientras el hombre hará lo propio con su parte femenina.

Pero esto es solamente el principio. Para salir de la trampa de soledad que tan hábilmente y sin darse cuenta tejieron para nosotros mujeres y hombres de otros tiempos y seguimos tejiendo para nuestros hijos las mujeres y los hombres de hoy, se requiere valor, determinación y sentido del humor. El rechazo duele, pero no mata. Y no pasa nada si dejamos de ser ―aunque sea por un rato― hombres-macho y mujeres-hembra. Todos somos personas, todos somos hijos de Dios y por eso, hermanos. Finalmente, según afirmó Oscar Wilde, “la vida es demasiado importante como para tomarla en serio”

Libros recomendados:

Alberoni, Francesco, El erotismo, Gedisa, México, 1986

Thompson, Keith (ed.), Ser hombre, Kairós, Barcelona, 1992

Zweig, Connie, Ser mujer, Kairós, Barcelona, 1992

Moreno, Rosa María, Sexualidad y liberación personal, Ed. Seminario Mayor, México, 2003

Scott Peck, M., El crecimiento espiritual (más allá de la nueva psicología del amor), Emecé, Buenos Aires, 1995

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