Carta al Nuncio

Pablo Latapí Sarre

Investigador nacional emérito del Sistema Nacional de Investigadores, investigador titular del Centro de Estudios sobre la Universidad UNAM

El Vaticano nombró a un nuevo nuncio apostólico para México: Giuseppe Bertello, observador ante las instituciones de la ONU en Ginebra; será el cuarto titular de la Nunciatura, después de Girolamo Prigione, Justo Mullor y Leonardo Sandri.

Pronto llegará usted a México, señor Nuncio, como representante oficial del papa. Para muchos mexicanos, católicos y no católicos, su función es ambigua; no es claro si es usted embajador del estado Vaticano ante nuestro gobierno, o además coordinador de la jerarquía local en asuntos de trascendencia política nacional, o también portavoz de la iglesia de Roma en asuntos pastorales ante los fieles católicos. Tres funciones muy diversas; política y religión se confunden en un cargo que carece de sustento teológico en la constitución de la iglesia, residuo -según algunos- de un perdido poder temporal, prueba -según otros- de que no se ha renunciado a recuperarlo.

Llega usted a un país complejo, de historia convulsa y presente incierto; un país de inveteradas injusticias sociales, diversidades étnicas en creciente efervescencia y profundas divisiones políticas e ideológicas. No crea usted entendernos cuando nosotros mismos no acertamos a hacerlo.

En nuestra historia, la iglesia católica desempeñó un papel fundamental: en claroscuro contrastan grandezas de las que fue autora con tragedias causadas por su incapacidad para comprender la dirección de la historia y por su afán de mantener sus privilegios; en los grandes momentos nacionales -Independencia, Reforma, Revolución-, sus líderes no supieron discernir su significado; en coyunturas cruciales privó una visión política de la iglesia sobre sí misma, que le impidió discernir los valores de justicia y libertad que estaban en juego y eran congruentes con el mensaje cristiano; la modernización necesaria hubo de hacerse sin ella y a pesar de ella.

En la lucha secular por la justicia, predominaron las sombras sobre las luces: junto a sacerdotes ejemplares y algunos obispos -de Vasco de Quiroga a José Llaguno, Samuel Ruiz o Arturo Lona- que han estado al lado de los pobres, hubo otros muchos que no supieron ver en la evangelización de los pobres el signo del Reino de Dios. Frescas están en la memoria las intrigas palaciegas de su antecesor Prigione contra pastores que entendieron su ministerio como opción preferencial por los pobres y resultaban incómodos a los gobernantes. Identificables son, en el pasado y en el presente, las alianzas de muchas autoridades eclesiásticas con los poderes económicos.

Llega usted a un país que aparece en los censos como mayoritariamente católico. No confunda la religiosidad sociológica con la vivencia de los valores del Evangelio; no confunda la estadística con nuestras diversidades.

En realidad somos cuatro iglesias, todas católicas por la adscripción jurídica y la unidad de bautismo y credo -y por supuesto todas guadalupanas-, pero distintas y a veces opuestas. Está, primero, la amplia Iglesia del catolicismo popular, de gente sencilla y semidestruida, clases pobres y medias, no exenta de resabios cristeros y fundamentalismos morales; en sus sincretismos es difícil distinguir la inercia cultural de la fe teológicamente pura, si es que ésta existe; la práctica por costumbre, de la libre decisión.

Está, en segundo, la iglesia de los ricos, que siempre ha existido y en las últimas décadas se ha vigorizado con nuevos servicios pastorales y educativos sociológicamente correctos. Opus Dei y Legionarios de Cristo han relevado a otras congregaciones religiosas en una pastoral equívoca, más servicio de clase que llamado a la conversión. Las clases adineradas también tienen derecho a ser evangelizadas, se argumenta con razón; lo malo está que al hacerlo se prive al Evangelio de sus extremismos y que la opción preferencial por los ricos, de algunos religiosos, se torne anti-testimonio hacia adentro y hacia fuera. No es proeza menor justificar fortunas familiares descomunales en el país más desigual de la tierra y enseñar a vivir al lado de la miseria con buena conciencia y sin compasión. Se argumenta también, que atendiendo religiosamente a las clases acomodadas, descenderá el cristianismo a los pobres, pues son los influyentes los que guían los destinos de la sociedad; tesis que curiosamente refleja en el orden religioso el supuesto de la economía capitalista, de que concentrando la riqueza, ésta llegará por goteo a los de abajo.

La tercera iglesia es la de los cristianos críticos, formados desde los sesenta en comunidades de base y movimientos contestatarios; son redes de grupos minoritarios que, guiados por el Concilio Vaticano II y la teología de la liberación, buscan el significado contemporáneo de su fe. Hostilizados recurrentemente por los dicasterios romanos y clérigos locales obsequiosos, provocan molestias a la autoridad institucional: se les acusa de confundir el amor al prójimo con el de Dios y los hechos de la historia con la gracia; de interpretar horizontalmente la salvación y reducirla a la justicia de este mundo; de recurrir a los medios humanos en vez de abandonarse a la Providencia.

La cuarta iglesia mexicana es apenas emergente: germina en las comunidades indígenas, al amparo de una teología india que se propone hacer fructificar las “semillas del Verbo” (Tertuliano) existentes en las cosmogonías de los pueblos autóctonos antes de la conquista y busca dar nuevo significado cualitativo a la catolicidad de la fe cristiana en un mundo pluricultural. Son pocos aún los pastores y misioneros comprometidos con ella y su suerte va de la mano con la de las culturas indígenas cuya protección jurídica se discute por estos días en el Congreso de la Unión.

Estas cuatro iglesias, señor Nuncio, no viven en comunión sino incomunicadas, atravesadas por la contradicción de sus intereses, los resentimientos sociales y las diferentes perspectivas desde las cuales interpretan la realidad. Las cuatro aclaman al papa cuando nos visita, pero el fervor momentáneo no oculta que cada una entiende de diferente manera lo que significa ser cristiano hoy en México. Distintas son para ellas, por ejemplo, las interpretaciones del nuevo estatuto jurídico que regula desde 1992 las relaciones entre el estado y las iglesias, por el que la iglesia católica obtuvo reconocimiento legal y seguridades. Mientras algunos católicos consideran el hecho como una normalización que hace justicia a la libertad religiosa, otros advierten en él riesgos de complicidades políticas y tráfico de favores; a algunos también les ha servido para alentar el propósito de recuperar el poder temporal de otros tiempos. A ocho años de distancia, importaría evaluar si esos cambios legales han hecho a los obispos más evangélicos y más libres, o han ayudado a que todos los católicos tengamos mayor conciencia de nuestras responsabilidades sociales.

A las confusiones respecto de la identidad de la Iglesia, se añade ahora la que suscita la novedad de tener un presidente que es católico y lo es públicamente. Si en países de democracia madura y laicismo bien asentado los presidentes católicos despiertan suspicacias -respecto del carácter del estado, de algunas cuestiones de moral pública o de favoritismos reales o simbólicos-, entre nosotros la novedad del hecho nos tiene desconcertados.

Además de las cuatro iglesias católicas conviven en México otras muchas cristianas y algunas no cristianas que aportan sus valores a la comunidad nacional y reclaman respeto y tolerancia. Otra porción social políticamente significativa de la población se declara liberada de toda religión y se muestra hostil en particular a las estructuras institucionales de la iglesia católica por su interferencia negativa en la historia nacional. Somos, pues, un país complejo y dividido, que se esconde de sí mismo tras sus máscaras y se oculta en rituales y símbolos ambivalentes. Roma se equivoca si concluye que por tener 90 millones de católicos, México es la reserva del catolicismo del siglo XXI; su aportación al futuro del mensaje de Jesucristo en un mundo en vertiginosa trasformación, será dudosa mientras los católicos mexicanos no superemos nuestras rupturas internas.

Nota del Editor: esta carta fue publicada en la revista Proceso N° 1261 y fue escrita hace algunos años. Consideramos que sigue vigente la importancia de su mensaje.

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