¿Doctrina contra fraternidad?

Aceptación y ecumenismo en la iglesia

Claudia Ruiz Arriola

Doctora en filosofía y periodista

“El próximo siglo será religioso o no será”, escribió en la década de los sesenta André Malroix. De vivir hoy, seguramente el escritor francés lo pensaría dos veces antes de consignar al papel su profecía. Para quienes vivimos en los albores de ese siglo del que Malroix escribía con tanta certeza, resulta claro que hay una causa capaz de poner en peligro nuestra continuidad como especie, esa es la religión.

No ha pasado ni un lustro del inicio del siglo XXI ya hemos visto en el seno de las religiones monoteístas occidentales el resurgimiento de la fe en sus peores manifestaciones: el fanatismo violento del islam; el nacionalismo cristiano de Milosevic y la iglesia serbia ortodoxa; el encubrimiento de sacerdotes pederastas al interior de la iglesia católica; el exterminio sistemático de palestinos a manos de un pueblo que dice defender la tierra que Dios le dio.

Tan solo en la última década, Palestina, Cachemira, Bosnia Herzegovina, Líbano, Pakistán, Filipinas, Irán, Serbia, Madura, Congo, Kosovo, Sudán, Afganistán, macedonia, Timor Oriental, Turquía, Chechenia, Irlanda, Iraq y Kurdistán pasaron por conflictos religiosos de una virulencia y un odio extremos. Hoy, es justo decir que las religiones monoteístas de Occidente se han vuelto tribales, pues lejos de fomentar lo mejor en el ser humano –la comprensión, la caridad, la compasión- explotan en su favor miedos atávicos y narcisismos morales. Para quienes las vemos desde fuera, las religiones occidentales ofrecen un triste espectáculo: al parecer, a sus adeptos ya nos les preocupa practicar el amor a Dios a través del amor al prójimo, tampoco les avergüenza haber contraído vicios y asumido métodos que antaño criticaron; lo crucial es defender el monopolio espiritual de su ortodoxia, aun cuando eso implique matar, exiliar, oprimir y odiar en nombre de Dios.

Basta asomarse a la historia de las religiones occidentales para concluir que las ortodoxias han sido la coartada perfecta para cometer los peores crímenes contra la humanidad. Al grado que, en este siglo, cobra renovada vigencia aquel lamento de Ignacio de Antioquia: “si Dios es como nosotros, estamos perdidos”.

Sola contra el mundo

Ante el triste y sangriento espectáculo de las religiones actuales cabe preguntarse: ¿es la religión monoteísta en sí misma semillero de disensión y odio?, ¿hay en la iglesia católica que aquí nos ocupa, espacio para el diálogo ecuménico y la comprensión mutua?, ¿hay lugar en la religión del amor para un intercambio de ideas respetuoso de otras convicciones y para aceptar incluso a quienes niegan a Dios?

La lectura de la historia eclesiástica no es nada alentadora. De hecho, si algo destaca en ella es la vocación tiránica de la iglesia romana. No había terminado aún la gran persecución de Dioclesiano (303-308) cuando la iglesia –lejos de solidarizarse con quienes, como ella, habían sufrido injustamente a causa de su fe –encontraba en el pueblo judío al primero chivo expiatorio. Considerado culpable del asesinato de Dios (deicidio), desde el Concilio de Elvira (305) el Pueblo Elegido fue acosado de forma sistemática por un papado que, en contubernio con el poder terrenal, por siglos negó a los judíos su derecho a una defensa legal, les obligó a portar la estrella de David (1215), los recluyó en ghettos (1412), los expulsó de varios países de la cristiandad (1290-1394), quemó sus libros (1242) y dictó las primeras leyes de pureza de sangre en su contra (1547). De hecho, el antisemitismo demente de Hitler se inspiró en siglos de experiencia cristiana.

A los musulmanes no les fue mejor. Conminados por el profeta Mahoma a respetar a los ahl al kitab (Pueblos del Libro, es decir, a judíos y cristianos que ya contaban con su propia revelación) los califas nombraron dhimmi (sujetos protegidos a los cristianos que vivían en sus dominios. Por desgracia, Roma no devolvió la cortesía: tras las cruzadas que enemistaron para siempre a musulmanes y cristianos, el Cuarto Concilio de Letrán (1215) decretó para los islámicos un trato no muy diferente al prescrito para los judíos.

Pero judíos y musulmanes no han sido los únicos en sufrir la tiranía espiritual de Roma. Como escribió alguna vez Juliano el Emperador Apóstata: “ninguna bestia se ha mostrado más feroz que los católicos cuando se involucran en una controversia doctrinal”.

Preocupada por establecerse como la única fuente autorizada de la verdad, la iglesia no ha dudado en satanizar la duda, la razón y la desobediencia. Apenas unos años después de convertirse en credo oficial, la iglesia revocó el Edicto de Milán que, para impedir más persecuciones religiosas, otorgaba libertad de culto y asociación a todos los habitantes del imperio. A partir de ahí, las víctimas más numerosas de la iglesia fueron ‘los herejes’, es decir, los cristianos que tuvieron el valor de cuestionar o desobedecer alguno de los dogmas oficiales. Melesianos, donatistas, montanistas, arrianos, gnósticos, bogomiles, cataros, ortodoxos, protestantes, modernistas, teólogos de la liberación, lefebristas, han ingresado a una larga lista de perversi homines et depravati, soldados del anticristo, propagadores de ‘errores’ que la iglesia ha justificado extirpar mediante el fuego purificante de las hogueras reales o figuradas.

Del nuevo Pentecostés a la nueva evangelización

Frente a un panorama así, no es difícil comprender el recelo de los líderes morales y espirituales del mundo para trabar un verdadero diálogo interconfesional con Roma. Como los primeros apóstoles que se creyeron dueños del misterio y le dijeron a Jesús: vimos a uno expulsando demonios en tu nombre y se lo prohibimos porque no viene con nosotros (Lc 9,49), los católicos han querido hacer de la práctica del bien y el conocimiento de la verdad su monopolio exclusivo. Ser bueno y estar en lo correcto es, al parecer, un privilegio reservado para el círculo íntimo de los iniciados y autorizados por la iglesia. “Fuera de la iglesia no hay salvación”, señala la tradición católica medieval, como si el destino eterno del alma fuera tan sólo cuestión de portar una credencial de membresía del selecto club de los bautizados.

Afortunadamente, ni esto es cierto, ni todos los papas han pensado así. La respuesta de Jesús al narcisismo moral de los discípulos que se creyeron en posesión exclusiva del don de expulsar demonios es clara: no se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros, está con vosotros (Lc, 9,50). Es decir, Jesús pone la práctica del bien muy por encima de la pertenencia a su círculo íntimo, incluso reconoce en Lázaro, un hombre que decidió permanecer al margen de su ministerio, a su mejor amigo (Jn, 11, 11). Imbuido de ese espíritu evangélico capaz de dar a los hombres el don de lenguas para hablar de Dios, Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II con el objetivo de inaugurar “un nuevo Pentecostés de fe, un apostolado de gracia extraordinaria, gracia para la prosperidad de los hombres y la paz del mundo”6.

Decidido a renovar el don de lenguas recibido por los apóstoles como don del Espíritu Santo, este papa se dio a la tarea de remover los obstáculos erigidos por varios siglos de arrogancia católica. Durante la única sesión del Concilio Vaticano II que le tocó presenciar, promovió la firma de un documento –redactado por el jesuita Agustín Bea- en el que se prohibía llamar ‘pérfidos’ y ‘deicidas’ a los judíos y se les absolvía de la culpa colectiva que pesaba sobre ellos por el asesinato de Cristo (Nostra Aetate, núm. 4). También levantó la pena de excomunión sobre quienes votaran por candidatos marxistas, creó las secretarías para el diálogo con los cristianos, los no cristianos y los no creyentes y, en un acto sin precedentes, invitó a teólogos de otras religiones a presenciar los trabajos del vigésimo primer Concilio Ecuménico de la iglesia católica. Según sus biógrafos, a su muerte en 1963, el anciano para Roncalli se había reunido con más clérigos protestantes que todos sus predecesores juntos3.

Su sucesor, Paulo VI, no se quedó atrás. Llevó a buen término la firma de la Declaración Conciliar Nostra Aetate sobre las relaciones de la iglesia con las religiones no cristianas, uno de los documentos más prometedores (y por desgracia, olvidados) del Vaticano II. Aunque hoy se recuerde poco, también fue el papa Montini quien inauguró la era de los viajes papales a países no cristianos, visitando Jerusalén e India en 1964. Montini privilegió el acercamiento con los cristianos al visitar a los anglicanos en Cantenbury y con el intercambio en la cima del Monte de los Olivos, de un beso de la paz con Atenágoras I, patriarca de la iglesia griega ortodoxa. Asimismo, abolió el despectivo término ‘hereje’ para referirse a quienes no comparten el credo de la iglesia romana.

El pontificado de Juan Pablo II ha sentado precedentes en su voluntad de acercarse a otros credos y perspectivas. Wojtyla fue el primer papa en entrar a una sinagoga (Roma, 1986), el primero en orar en una mezquita (Siria, 2001), pidió perdón al pueblo judío por la indiferencia católica frente al holocausto (Yad Vashem, 2001), ofreció disculpas al patriarca de la iglesia griega ortodoxa (Atenágoras, 2001) y ha sabido reconocer tanto las ‘semillas de verdad’ en otros credos y filosofías, como los crímenes que la iglesia ha cometido contra hombres de buena voluntad en nombre de Dios. En varias ocasiones Juan Pablo II ha convocado a líderes religiosos de Oriente y Occidente a orar por el atribulado mundo en que vivimos.

La madre de todas las iglesias

Pese a las candilejas propagandísticas sobre concilios, declaraciones y viajes papales, el diálogo ecuménico ni siquiera ha iniciado. No puede empezar porque, pese a sí misma, la iglesia lo impide. Nadie puede dialogar con una persona o institución que se cree única poseedora de la verdad, pues el diálogo implica intercambio de ideas, sin la humildad fundamental para escuchar lo que el otro tiene que decir, toda invitación al diálogo es un burdo engaño, un monólogo en el que una de las partes pretende tener la última y definitiva palabra: Roma locuta, causa finita est (Roma habló, fin de la discusión) apunta un viejo adagio. No por nada hay quienes sostienen que el diálogo ecuménico convocado por la iglesia es, en el mejor de los casos, una campaña publicitaria y, que en el pero, la ‘nueva evangelización’ de Juan Pablo II es un imperialismo espiritual disfrazado, el monólogo de una iglesia sorda que no ve, oye, ni le interesa comprender en realidad lo que piensan los demás.

Y es que no puede haber acuerdos fecundos con las iglesias cristianas mientras el Vaticano siga emitiendo documentos como la nota sobre la expresión ‘iglesias hermanas’ enviada por el cardenal Ratzinger a los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, en el que se indica que “la una, santa, católica y apostólica iglesia universal no es hermana sino madre de todas las iglesias particulares”4. tampoco puede existir un diálogo justo con el mundo de la ciencia, la filosofía y la razón mientras la arrogancia romana reivindique en textos como la Declaración Domine Iesus (2000) su derecho a evangelizar a todos los ‘relativistas’, ‘subjetivistas’ y eclécticos’ (núm. 4) que discrepan de su magisterio. Ni habrá un intercambio de ideas enriquecedor con las demás religiones en tanto el papado avale un documento en el que se lee que los “ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores, constituyen más bien un obstáculo para la salvación” (Domine Iesus, núm. 22).

Sin embargo, la arrogancia intelectual de la iglesia romana no es el único ni el principal obstáculo al diálogo. Cuando se trata de hablar de los valores fundamentales de la humanidad, no hay mejor predicación que el ejemplo. Como refiere una máxima clásica: en cuestiones de moral “lo que haces no me deja escuchar lo que dices”. Entonces, resulta evidente que el principal obstáculo al diálogo religioso es la credibilidad moral del Vaticano. Juan XXIII lo sabía mejor que el actual prefecto de la congregación para la doctrina de la fe: establecer el diálogo con las demás confesiones –les dijo a los obispos ortodoxos en 1962- requería primero presentar a la iglesia sine macula et sine ruga (sin mancha y sin arruga); trabajar primero en la congruencia propia antes de pretender leerle la cartilla moral a los demás. Y es que nadie querrá dialogar con una iglesia que no duda en señalar los errores ajenos, pero se niega a reconocer los suyos; una iglesia que no duda en acusar a otros de las peores abominaciones pero esconde, encubre y protege a sus propios pervertidores. Una iglesia que, cuando los suyos yerran, exige caridad y comprensión, pero cuando los demás la incomodan practica la discriminación, la mordaza, el exilio y la represión. Sin un examen de conciencia autocrítico, ya lo dijo Hans Küng, “la iglesia católica carece de autoridad moral para hablar de la verdad y el bien al mundo de hoy”5.

La teología de la buena voluntad

Los esfuerzos por entablar un auténtico diálogo ecuménico no han sido en vano. El diálogo con otros credos y con quienes Juan XXIII cariñosamente apodó ‘los hombres de buena voluntad’, puede verificarse y ser fuente de esperanzadores acuerdos y no sólo de amargos disensos y guerras. Pero ello requiere dejar de discutir lo que nos separa y comenzar a descubrir nuestras coincidencias con otros credos y confesiones, como hicieron con enorme éxito los organizadores de Conferencia Universal Cristiana realizada en Estocolmo en 1925 bajo el lema “La doctrina divide, el servicio une”.

Y es que el auténtico diálogo ecuménico no es el que intenta demostrar dogmas como si fuesen hechos empíricos o verificables. Al ser “cada iglesia ortodoxa para sí misma y hereje para las demás”6. Cada una reivindicará sus dogmas, y el diálogo sobre quién tiene razón de forma invariable conducirá a la intolerancia, al recelo, la descalificación mutua y, en último término, a la violencia en nombre de Dios. Por eso, no habrá diálogo ecuménico sin el esfuerzo por reconocer al mismo Dios bajo distintos nombres, ni si persiste la negativa a ver, con el Ramakrishna hindú, que al tratarse de verdades prácticas y no teóricas, “todas las religiones son verdaderas si dan frutos acordes a su credo”.

No se trata pues, de entablar disputas teológicas bizantinas sino de tender la mano a cristianos, judíos, musulmanes, ortodoxos, budistas, protestantes, gnósticos, agnósticos y ateos para convertir al mundo en un lugar más justo, más digno de ese Dios bueno, compasivo, que todos los credos dicen adorar. Se trata de compartir experiencias para aliviar la miseria, mitigar el sufrimiento y combatir el vacío existencial de millones de seres humanos que hoy se sienten defraudados por el mundo, alienados de la religión y olvidados de la mano de Dios. De lo que se trata, en suma, es de rescatar el auténtico espíritu ecuménico haciendo a un lado diferencias teológicas, pretensiones de infalibilidad, recelos doctrinales, para poner por obra el bellísimo ideal que Juan XXIII expresó así: “si en tu camino alguien se pone a tu lado no le preguntes de dónde viene, pregúntale a dónde va y divide con él la fatiga mientras el camino sea común”.

Bibliografía recomendada

Smith, H. (1998). Las religiones del mundo. México: Océano.
Moore, B. (2001).Pureza moral y persecución en la historia. México: Paidós.
Todorov, T. (1993). Las morales de la historia. México: Paidós.
Wynn, W. (1983). Los guardianes de las llaves. Tres Papas que cambiaron la iglesia. México: Jus.

Notas

1 Juliano. 1982. Cartas y fragmentos. Madrid: Gredos.
2 Roncalli, A. 1964. Diario del Alma. Ediciones Cristiandad.
3 Wynn, W. 1988. Los guardianes de las llaves. Tres Papas que cambiaron la iglesia. México: Jus, p. 54
4 Allen, J. 2002. Rhe politics, personalities and process of the next papal electio. Nueva York: Doubleday, p. 50
5 Küng, H. 2002. “La falibilidad de Juan Pablo II”. www.the observer.com. Noviembre, 1998.
6 Locke, J. 1998. A setter conncerning toleration. Nueva York: Grandes libros de la Enciclopedia Británica, p. 6

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