Luis Francisco Pacheco Cámara, S.J.
Coordinador del área de Derechos Humanos VIHas de Vida, A.C.
Nadie muere nunca del todo. Siempre quedan los gestos, las caricias, las alegrías, las tristezas, los recuerdos, las luchas, los insomnios, los miedos, pero sobre todo las miradas profundas que tatúan al corazón las certezas del amor.
Hablar del rostro de Dios que he descubierto al vivir la gracia de acompañar a personas que viven con el VIH-SIDA, es hablar de un tiempo de profunda conversión y encuentro con Él. Es experimentarme totalmente indefenso y débil ante una situación que parecería de muerte y desolación, para descubrir la esperanza y el milagro de la certeza de la vida.
Estos dos años de caminar junto a las personas que viven con el VIH-SIDA, me ha situado ante una forma diferente del mirar de Dios. Una mirada que se manifiesta en los ojos de quien se despide en paz de las personas a las que ama, de quien sueña con poder llegar al día siguiente para ver a sus hijos, quien reza por salir de la penal para poder volver a ver las estrellas sin una reja de por medio, de quien lucha por volver a trabajar, por no tener que esperar horas y horas por un medicamento, por no oír un “se terminó… vuelva mañana”, por quien esconde su enfermedad para no ser juzgado.
Y ahí, el anuncio del amor de Dios se encarna cada día en pequeñas acciones. En la solidaridad de compartir el frasco de medicamentos, en la denuncia por un despido injustificado, en un abrazo, en una comida, en una marcha por la tolerancia y respeto al diferente, en conseguir pañales para los bebés, en festejar un cumpleaños más, en poder asistir a una misa.
Es el mirar de un Dios que opta por el que sufre, por el marginado. La mirada materna que denuncia la injusticia y fundamenta la esperanza. Es una invitación clara a alzar la voz ante quien mata en vida con discriminación y rechazo, actitudes más fundamentadas en el miedo y la ignorancia, que en la compasión que nace del encuentro con el hermano.
Es un rostro encarnado, que evoca nombres ante los fríos números de reportes estadísticos: Cuarenta millones de nombres en el mundo. Nombres de madres, parejas, hermanos, hijos, amigos… Nombres y rostros, abrazos, memorias, oraciones, perdones, entregas.
Es el rostro de un pueblo de Dios que esta respondiendo con dignidad a los signos de los tiempos. Un pueblo de Dios que en su mayoría ya era pobre, marginado, excluido, que estaba enfermo, olvidado, antecedido por la muerte social previa a la muerte física. Y así, el SIDA es un tiempo de Kairos (oportunidad) desde el momento en que constituye un reclamo para la comunidad cristiana, exigida a hacer presente el amor de Dios. Es un tiempo que se presenta a la vez como reto e invitación para aceptar la precariedad de nuestras reflexiones en torno al sufrimiento, al sentido de la vida, a la sexualidad, a la diferencia, a la tolerancia, a los derechos humanos, a la justicia.
Es una invitación a dejarnos evangelizar por las personas que viven con el VIH-SIDA. No es situarlos solo como el sujeto de nuestra ayuda, sino permitirnos la pregunta: ¿Me dejaría afectar por una persona que vive con esta enfermedad?
La visión mesiánica que Jesús propone, nos invita a situar la enfermedad en el centro de la acción sanadora de Dios. Una acción que sitúa al centro, la fuerza de la compasión que hace vivir y que genera salud; no solo en un plano somático, sino también en lo psicológico, social y espiritual. Es una fuerza que no solo cura los síntomas sino que reintegra al enfermo a la comunidad, reconociendo su dignidad y convirtiéndolo en agente en la tarea de construcción del Reino.
La realidad del VIH-SIDA nos ofrece la oportunidad de ser testigos de un Dios de vivos, y no de muerte y sacrificios. Es el anuncio de una esperanza, no de aquella que niega el sufrimiento y la muerte, sino de aquella que sostiene la realidad entera del ser humano.
Es la esperanza vivida como una fuerza interior que da sentido y densidad al presente. Un presente herido, pero en el que se descubren nuevos valores y relaciones que permiten vivir con dignidad. Es la esperanza de todo cristiano.
Es un rostro de Dios que mira al hombre y a la mujer. Es la mirada de un amigo que se enfrenta a la muerte y te comunica su fuerza para despedirte. Es aprender a ver morir a quien amas, y dejarte enseñar a vivir por él. La fuerza de su denuncia y de su lucha por no ser olvidado. Es un mirada cargada de memoria.
Que hermosa publicación: Quizá esté equivocado, pero creo que Dios siempre nos pide situar “al enfermo” en el centro de su acción sanadora. No veo un Dios que centre un mal en nuestra atención. Pienso que la enfermedad es el medio que nos lleva a centrarnos en el otro, pero no el centro del problema. Porque si así fuera, deberíamos centrarnos en la cruz o la crucifixión, y no en Cristo o en su madre, o en Juan y los apóstoles.