Georgina Zubiría Maqueo RSCJ
En esta ocasión entrevistamos a Isabel Aranguren. Ella nació hace 70 años en Guadalajara Jalisco. Cuando tenía 19, entró a la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús donde ha ido entregando su vida en favor de la vida de mucha gente querida, familiares, amigas y amigos. Al interior de la congregación ha colaborado en la formación, el gobierno y el servicio en la educación. Su visión amplia y abierta y su profunda espiritualidad la han llevado a vivir en medio de los pobres desde hace mucho tiempo. Actualmente vive en Ayutla de los Libres, Gro. donde colabora en la formación de docentes de la región.
Isabel, ¿Qué es para ti la soledad?
La soledad es para mí un ingrediente de la vida humana que, al vivirla con sentido, ayuda a crecer y te plenifica. Me parece que es algo distinto al hecho de “estar sola”. Puedo estar sola sin gustar la experiencia interior de soledad o puedo no estar sola y tener una experiencia de soledad que plenifica y tiene sentido.
¿Qué entiendes por espiritualidad?
La espiritualidad es como el movimiento del Espíritu de Jesús que me habita, me impulsa, me va transformando, me ayuda a ir encontrando sentido a lo que vivo y, al hacer esto, siento que me da una fortaleza que me trasciende, que no me pertenece. Con frecuencia la experimento en un sentimiento de paz que me trasciende en medio de situaciones de gozo o de sufrimiento. Es el Espíritu quien me abre horizontes de sentido en la misión con sus exigencias, sus renuncias, sus gozos, y con lo que implica de solidaridad humana. Actualmente vivo un momento en el que, frente a lo mínimo que hago, Dios me permite disfrutar de tal manera que creo que el gozo sólo puede venir de Él.
¿Qué relación encuentras entre la soledad y la espiritualidad?
La espiritualidad es lo que da consistencia, la que hace fecunda la soledad en mí misma y para los demás; llega a ser una experiencia en muchos momentos gozosa o, por lo menos, serena, en medio de la dificultad, el sufrimiento o las limitaciones. Es una relación que va más allá de mí misma, que no me pertenece, que me es dada y que, aunque no me pertenece, sí la cuido, la alimento en los momentos de oración, en los momentos de contemplación de la naturaleza, de lo que vivo, de las situaciones de celebración y de fiesta a pesar de la pobreza. Esa experiencia de contemplación alimenta y da sentido a la experiencia de soledad.
¿Cómo puedes alimentar, llenar de sentido la soledad desde tu espiritualidad?
Con la comunicación con Dios a propósito de lo que va sucediendo. La certeza de que lo que Jesús dijo a sus discípulos: “Yo estoy con ustedes todos los días,” me lo dice también a mí. La certeza de que Jesús está conmigo me lleva a poder comunicarme con él a propósito de todo lo que sucede, lo que es difícil, lo que me hace gozar, lo que agradezco, el encuentro con una amiga o amigo, el disfrutar viendo las gracias de un niño, el dolor compartido con alguien que sufre. Todo esto referido a Jesús, preguntándole, confiándole, escuchándole en otras personas y en mi propio corazón. Siento que esta comunicación sencilla y cotidiana, va llenando de sentido mi soledad. El pedir por lo que me preocupa, por lo que me confían, por las necesidades que palpo a mi alrededor, mantienen también esta comunicación. El agradecer y celebrar los dones y regalos que Dios nos va haciendo en las relaciones con hermanas y amigas, con la gente con la que trabajamos, en los milagros de cada día con los que nos favorece.
Otro alimentador de sentido de la soledad es la escucha de la palabra de Dios, sobre todo del evangelio, siguiendo actitudes de Jesús que dan sentido o confrontan lo que vivo. Por ejemplo la libertad de Jesús, los sentimientos que va expresando como la compasión, su misericordia, el perdón, su confianza en el Padre y en los demás, el sentido que para Él tenía la pobreza y los pobres, su relación abierta a todos, buscando siempre incluir en la comunidad, en el grupo a quienes estaban fuera: pecadores, enfermos, mujeres, niñas y niños, etc. Todo esto va haciendo que Jesús sea compañero de camino y refrente confrontador de mis criterios y actitudes.
¿En qué momentos reconoces haber experimentado la soledad?
Yo creo que un primer momento de soledad lo viví cuando niña, la primera vez que mis papás salieron de viaje; fue la sensación de estar sola, con mis hermanos, pero fue una experiencia de soledad que me llevó a esconderme y a llorar debajo de las ramas de un jazmín, con la sensación como de abandono. Es la primera experiencia interior fuerte de soledad y no estaba sola. Yo tomé distancia para vivir esa experiencia que, comprendo, es la soledad de una niña.
Otro momento de soledad lo viví cuando tomé la decisión de entrar a la vida religiosa sintiendo el dolor de la separación de mi gente querida, dolor que también provocaba en otros, sobre todo en papá. Sin embargo esta opción era mía y únicamente mía y en la que el amor de Jesús era el motivo fundante y determinante.
Ya más adulta experimenté la soledad al asumir responsabilidades que yo sentía que rebasaban mis posibilidades. Reconozco una experiencia muy fuerte cuando asumí la responsabilidad de la provincia, entonces eran momentos difíciles de cambio de la vida religiosa, en los años setentas. Fue una soledad acompañada en cuanto que la viví en corresponsabilidad con muchas religiosas de mi congregación. Pero, en último término, la orientación de la provincia, la dirección que habíamos de seguir, estaba en mis manos como quien lleva el timón de una barca. Esto fue una experiencia difícil y dolorosa de soledad pero creo que ahí experimenté la presencia de un Dios cercano y fiel que me regalaba fortaleza y lucidez ante el horizonte apostólico que se nos abría en ese momento. Fue una soledad vivida en profunda obediencia al Espíritu que nos invitaba a movernos, a desinstalarnos, a cambiar ante las necesidades del mundo y desde los llamados de la Iglesia. Era toda una nueva situación que la historia nos presentaba en ese momento de cambio. Se nos planteaban retos y desafíos que creo pudimos vivir con un fuerte sentido apostólico y de misión común. Muchas veces me tocó vivir la soledad ante las contradicciones, las inseguridades, los reclamos y las confusiones sin tener claridad para explicar los porqués. El porqué fundamental era el llamado de Dios desde los retos que nos planteaba el mundo.
Una de las soledades más duras es la que he vivido ante la muerte de los seres queridos de la familia. Es una experiencia de soledad que puso en crisis mi fe y marcó un cambio de rumbo en la misma. Para mí, fue pasar de la fe del Antiguo Testamento en la que Dios salva al justo, a pasar a la fe del Nuevo Testamento, a convertirme a la fe de Jesús que vive la cercanía del Padre en el silencio, la ausencia y el desconcierto de la cruz y, al mismo tiempo, a confesar con esperanza la fidelidad del Padre que resucita al Hijo y nos lo regresa vivo y vivificador.
También reconozco una honda experiencia de soledad en el ir asumiendo las limitaciones y carencias que la vida y la edad han traído consigo. Es un espacio de empobrecimiento en el que la fidelidad de Dios se hace presente para irme configurando al estilo de Jesús en aspectos de mi yo que necesitan ser fortalecidos, crecidos, purificados. Es una experiencia en la que descubro que hay un cambio en la relación con Dios y con los demás: de la disposición personal a responder como hermana a los requerimientos y necesidades de otras personas, a una relación de reciprocidad en donde ellas necesitan de mí en algunos aspectos y yo necesito de ellas constantemente en el día a día. Esto me ha dado una nueva comprensión de lo que es ser hija por lo que implica de confianza en que el Señor lleva las riendas de la vida, y en lo que significa ser hermana en una relación de reciprocidad que me humaniza y me ayuda a situarme mejor en la realidad de otros y otras.
La soledad es una realidad a la que muchas veces tememos. Si llegamos a descubrirla como habitada por el Espíritu y que puede ser sencilla y cotidianamente alimentada con el gozo, el sufrimiento, y la esperanza de lo que vivimos y de lo que nos rodea, creo que podríamos temerle menos y comunicar la vida que el Espíritu genera en nosotras y para los demás.