Luciano Plascencia Valle Jesuita
Licenciado en filosofía, estudiante de teología
San Ignacio de Loyola fue un hombre del siglo XVI. Su vida y obra impactaron fuertemente a muchos de sus contemporáneos. Influyó de un modo eficaz y contextualizado en su época, dentro y fuera de la Iglesia. Sus aportes fueron significativos en muchos ámbitos de la vida, especialmente en el de la espiritualidad, cuya riqueza ha quedado como legado a la humanidad principalmente a través de sus Ejercicios Espirituales (EE).
Sin embargo, se hubiera podido creer dice el historiador André Ravier que:
“se hubiera podido creer […] que Ignacio de Loyola “tendría su momento” y después sería olvidado. ¿No se ha dicho bastante que pertenecía, por muchos aspectos de su espiritualidad y de su obra a la Edad Media?, ¿o también, que su pensamiento estaba ‘vinculado’ a la teología del Concilio de Trento?[1].
¿Por qué entonces, a finales del siglo XX, el periódico The New York Times propuso a Ignacio de Loyola como uno de los ocho modelos o arquetipos que, “representaron en los últimos mil años modelos a seguir para el resto de los seres humanos”?[2] Quizá porque, más allá de sus aportes a la espiritualidad cristiana (o quizá precisamente por ellos),
“la personalidad y obra de Ignacio siguen intrigando al hombre moderno en búsqueda de verdad acerca de la existencia humana, de sinceridad consigo mismo, con los otros y con Dios, de auténtica libertad, de oración, de acción evangélica […] En este contraste consiste —y ha consistido desde el principio— todo el misterio ignaciano”[3].
La espiritualidad ignaciana es una forma particular de vivir el cristianismo: el seguimiento de Jesús a la manera de Ignacio de Loyola[4]. ¿Puede la espiritualidad ignaciana, surgida durante el renacimiento con raíces teológicas medievales, aportar todavía algo a una iglesia que apenas se va aclimatando a la modernidad y se ve ya interpelada por un mundo postmoderno? Sí, y mucho.
El aporte de San Ignacio no puede reducirse a repetir mecánicamente el “Toma, Señor, y recibe” o el “Alma de Cristo”, o a poner cédulas contra el demonio en la puerta de la casa. Ni se limita a la teología medieval o a la novedosa pedagogía renacentista de los EE. Tampoco consiste sólo en la práctica de la oración y el examen de conciencia, ni siquiera en la de los mismos EE.
La espiritualidad ignaciana puede incluir todo lo anterior, pero es más amplia y constituye todo un estilo de vida que ha aportado a la Iglesia para que sea más genuinamente cristiana, y al mundo para que sea más profundamente humano. Sin entrar en muchos detalles, nos concretaremos a hacer algunas reflexiones acerca de la visión del mundo propia de la espiritualidad ignaciana, y algunas implicaciones que tiene esta visión para nuestra concepción de la acción de Dios en la iglesia y en el mundo actual.
La espiritualidad ignaciana y su visión del mundo
Visión mística del mundo: “Dios en todas las cosas”
Ignacio vivió, a grandes rasgos, tres etapas en su modo de entender la relación entre Dios y el mundo. Primero vivió en un mundo sin Dios. Después de su conversión, vivía centrado en un Dios sin mundo. Y por último, en su madurez, su experiencia era la de un Dios en el mundo. A este momento es al que nos referiremos.
Para Ignacio, Dios no es alguien que se encuentra exclusivamente en ciertos espacios o momentos sagrados como por ejemplo, adentro del templo o a la hora de la misa, sino que “habita en las criaturas” (EE 235) y trabaja “en todas cosas creadas sobre la haz de la tierra” (EE 236). Es decir, Dios también está actuando en todas las realidades cotidianas, por profanas que pudieran parecer: en la política, en la educación, en la fiesta, en la sexualidad, en las dificultades de la vida, en la enfermedad.
Que Dios esté en todas estas realidades no es evidente para el hombre moderno. “Ver a Dios en todas las cosas” o “ver todas las cosas desde los ojos de Dios” implica una visión parcial de la realidad, una visión coloreada por el cristal desde el que mira el místico.
El mismo Albert Einstein decía que: “hay dos maneras de vivir: una, como si todo fuese milagro; otra, como si nada fuese milagro”.
Dos visiones de la misma realidad coloreadas por diferente cristal. En 1965, año en que terminó el Concilio Vaticano II, el teólogo Karl Rahner escribió que el cristiano del futuro será ‘místico’, es decir, una persona que ha ‘experimentado’ algo, o no será cristiano”[5].
Para el cristiano todas las realidades de la vida (y no sólo las supuestamente sobrenaturales) son el milagro de la presencia activa de Dios en ellas en virtud de una profunda experiencia de Dios. La escuela de los EE puede ayudar a colorear el cristal del cristiano de hoy para ver a Dios en todas las cosas[6]. Ignacio supera así, no en forma teórica, sino vivencial, el dualismo mundo-Dios.
Visión crítica del mundo: el bien y el mal no son evidentes
Se ha dicho que Ignacio de Loyola es, como Marx, Freud y Nietzsche, un maestro de la sospecha, pues busca en el hombre las motivaciones últimas del bien y del mal. Ya el mismo San Pablo se cuestionaba: ¿por qué “no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco”?(Rom 7,15), y se respondía: “si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí” (Rom 7,20).
En esta misma línea, ¿cómo se explica Ignacio que el hombre puede desear el mal? Dicho de manera simplista, porque el mal “se disfraza” de bien, de bienes que pueden incluso hacerse auténticas estructuras de mal[7]. Y si puede estructurarse el mal, también debe poder estructurarse el bien, e Ignacio propone medios pedagógicos para irlo construyendo paso a paso, iniciando desde el interior de cada persona[8]. En este sentido, la espiritualidad ignaciana va mucho más al fondo interno que a la forma externa tanto en su valoración del mal como en las posibilidades de construcción del bien. No bastan los superficiales propósitos de año nuevo que son como llamarada de petate; es necesario un radical cambio de actitudes frente a la existencia y una transformación interior duradera y consciente de los engaños de las apariencias superficiales.
Visión realista del mundo: la encarnación de Dios.
Podría pensarse que una visión mística del mundo es una visión desencarnada y que llevaría al cristiano a cerrar los ojos ante los problemas materiales de nuestro mundo para ocuparse sólo de lo espiritual. Sin embargo, no es así.
Ignacio no propone los EE en frío, sino que invita al ejercitante a aplicar sus sentidos y contextualizar de manera histórica el mal y la acción de Dios en el mundo. Por ejemplo, en la contemplación de la Encarnación (EE 101-109)Ignacio pide:
“traer la historia de la cosa que tengo que contemplar”; “oír lo que hablan las personas sobre la haz de la tierra, […] cómo hablan unos con otros, cómo juran y blasfeman; “ver las personas, las unas y las otras, […] en tanta diversidad, así en trajes como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos, unos naciendo y otros muriendo”.
Y en ese contexto es en el que Dios, por compasión, decide encarnarse en el hombre Jesús de Nazareth.
El cristiano ha de ser, pues, un hombre profundamente encarnado en el mundo o inculturado en sus diversas realidades. Para Ignacio esto implica, para Ignacio, echar mano de todos los recursos posibles: religión, política, ciencia, técnica, arte, que ayuden a hacer eficaz la acción compasiva de Dios en el mundo, hecha carne en nuestras acciones humanas.
Visión optimista del mundo: fe, esperanza y amor.
Ver al mundo en forma crítica puede desembocar en una postura pesimista, escéptica o inmovilista. Ignacio, por el contrario, tiene una visión del mundo que se podría calificar, si no de idealista, sí al menos de optimista, positiva y propositiva. Ignacio confía en que el mal puede ser vencido, pues para él el hombre y el mundo no son malos en sí, sino que se desordenan, se des-centran del centro de la existencia, del principio y fundamento de la vida humana: Dios.
Para Ignacio las cosas no son valiosas por sí mismas, sino sólo como medios para servir a Dios en las personas. Su optimismo radica en su confianza en que los medios humanos son eficaces para que se dé en el mundo la acción de Dios y la realización del hombre. Dicho de otro modo, el hombre no está fatalmente abandonado a la suerte, al destino o al capricho de unos dioses que juegan con los seres humanos.
Ignacio busca, por tanto, tener o no tener los medios que más conducen de una manera eficaz y testimonial al servicio del Reino de Dios[9]. Es la radicalidad del “más”, (en latín magis): mayor fe, esperanza y amor (1 Cor 13,13). Es una visión de fe optimista cuya esperanza es que el amor transforme el mundo. Y un amor que, desde luego, “se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE 230).
La acción de Dios en la Iglesia y en el mundo actual
Dios trabaja en las personas
Ignacio pide al acompañante de los Ejercicios que “deje inmediato obrar al Creador con la criatura, y a la criatura con su Creador y Señor” (EE 15).
Es decir, Dios se comunica directamente en el corazón de cada persona, y no sólo a través de mediaciones autorizadas. Por ejemplo, lo hace por medio de las Escrituras y del magisterio de la iglesia de manera privilegiada, pero también y de forma muy importante en el corazón de cada persona, (como lo hizo en el de Ignacio en Manresa, siendo todavía laico y sin intención alguna de ser sacerdote, o fundar una orden religiosa.
La persona puede transformar el mundo y sus estructuras porque primero se dejó transformar: consciente de su condición de pecador, se sabe amado incondicionalmente (y por tanto perdonado) por Dios, y se experimenta como llamado a poner todas sus capacidades a su servicio.
Dios trabaja en las instituciones
La espiritualidad ignaciana es personalizada, sin embargo, no es individualista sino comunitaria. En su segunda etapa la de un Dios sin mundo, Ignacio se aisló de la sociedad; pero después buscó compañeros que quisieran compartir sus mismos sueños. Varios grupos se desintegraron, hasta que, al final, prosperó un grupo de amigos, primero carismático y después institucional. Ellos decidieron, para incidir, perdurar y que no se desbaratara lo que Dios había unido, comprometerse a formar “cuerpo”, prestar obediencia a uno de entre ellos y poner las mediaciones necesarias para garantizar la unidad de ese cuerpo a lo ancho del mundo y a lo largo de la historia. El mismo Ignacio dedicó los últimos años de su vida a escribir las Constituciones de la Compañía de Jesús, para darle cuerpo al espíritu de los EE Es decir, hizo del carisma una institución.
Dios trabaja en la Iglesia
Sí, a pesar de sus infidelidades e incoherencias (y también quizá en buena medida, gracias a ellas), Dios trabaja en la iglesia. En “esta iglesia -como escribe el teólogo José Ignacio González Faus- que a tantos de vosotros […] os da la impresión de que le interesa más el que creáis en ella que el que creáis en Dios”[10].
Ignacio conoció muy de cerca las debilidades e incoherencias de la institución eclesial de su tiempo, quizá equiparables o mayores a las de ahora. Y aun así, apostó por ella. El grupo de amigos carismático ya institucionalizado, se constituyó como orden religiosa al servicio de la iglesia; su opción fue la de refrescarla desde adentro, en vez de romper con ella.
Estamos en un contexto similar al de Ignacio. Entonces se dio el paso de la Edad Media a la Edad Moderna a través del Renacimiento; hoy, quizá estamos en el paso de Posmodernidad hacia otra época. Decíamos al inicio que la vida y obra de Ignacio siguen intrigando al hombre moderno en búsca de verdad acerca de la existencia humana, de sinceridad, de auténtica libertad. Al respecto, son elocuentes las siguientes palabras del Cardenal Cormac Murphy-O’Connor, Arzobispo de Westminster, a los obispos europeos:
“al pensar en lo posmoderno, soy consciente de la importancia de reconocer que somos percibidos por nuestros jóvenes de un modo nuevo. Afortunadamente, ellos nos miran y nos consideran más como personas que como jerarcas. Es a la vez humillante y liberador el recordar que a los ojos de nuestros jóvenes, nuestra autoridad docente y nuestro poder evangelizador derivan más de la autenticidad de nuestro testimonio personal que de la autoridad de nuestro cargo. Se sigue de ello que debemos mirarnos a nosotros mismos para ver si practicamos lo que predicamos, y que debemos acercarnos a los jóvenes con el máximo respeto por sus dones de intuición y generosidad. Pero también por su don de cuestionar y desenmascarar la inautenticidad”[11].
Dios trabaja fuera de la Iglesia
Los orígenes de la espiritualidad de Ignacio se remontan a su época como peregrino laico. Él mismo fue a la cárcel en varias ocasiones, pues estaba en duda la ortodoxia de sus EE. Hasta mucho tiempo después se ordenó como sacerdote y fundó la Compañía de Jesús. Podríamos decir, en cierto sentido, que la espiritualidad ignaciana, es muy eclesial y muy laical. Pero también que, aunque no es, estrictamente una espiritualidad secular sino creyente, puede aportar mucho en ámbitos seculares.
La espiritualidad ignaciana surge desde una visión de fe; sin embargo, su pedagogía puede ser aplicada de manera análoga aun con otras visiones de fe o con cosmovisiones seculares, pues los EE trabajan con dinamismos antropológicos comunes a todos los seres humanos. Hay personas ateas, agnósticas o de religiones no católicas que los hacen. Asimismo, se aplica la espiritualidad ignaciana en la psicología, o la pedagogía ignaciana en la educación, la organización de instituciones, etcétera.
Conclusión
La espiritualidad ignaciana todavía tiene mucho que aportar a la iglesia en el mundo actual. Por un lado, ofrece una comprensión mística (no dualista) del mundo, crítica (no ingenua), realista (encarnada) y optimista (esperanzada). Por otro, se atreve a seguir creyendo que Dios trabaja en las personas (y no sólo en el utópico cambio estructural de la modernidad), en las instituciones (más allá del intimismo individualista de la posmodernidad), en la iglesia católica (contra las tendencias excesivamente secularizantes) y fuera de ella (contra las tendencias en extremo catolicizantes). Esto es, Dios todavía trabaja en todas las cosas.
Las palabras siempre son insuficientes —como lo han sido, sin duda, en estas líneas— para expresar las experiencias y convicciones profundas de la vida. Aun así, concluyamos con esta poesía de Meister Eckart, filósofo y teólogo medieval, que expresa bellamente la profunda experiencia de fe que está en la base de la espiritualidad ignaciana:
La semilla de Dios está en nosotros.
Ahora
la semilla de una pera
llega a ser un peral;
y una semilla de avellano
llega a ser un avellano;
una semilla de Dios
llega a ser
Dios.[12]
[1] Ravier A. (1999) Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús, Buena Prensa, p. 499.
[2] Orozco, C. “Modelos de este milenio, Público, Guadalajara, 22 de octubre de 1999, p. 13. “Los personajes son Eloísa, Fausto, Rachel Robinson, Ignacio de Loyola, Jane Austen, Lassie, Angelina Jolie y Werner Heisenberg”. Llama la atención que de estos modelos el único santo de la Iglesia católica sea “Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas en el siglo XVI, (…) arquetipo de liderazgo para este milenio”.
[3] Ravier A., op. cit., p. 499.
[4] Desde luego, la espiritualidad ignaciana no es la única manera de ser cristiano; hay muchas otras que valoran aspectos que quizá la espiritualidad ignaciana no enfatiza lo suficiente. y hay muchas cuestiones de la espiritualidad ignaciana que no pueden agotarse en tan pocas líneas.
[5] Rahner, C. (1967). Espiritualidad antigua y actual, Escritos de teología., Madrid: Taurus, tomo VII, p. 25
[6] El mal puede aparecer como algo desagradable, como una “figura horrible y espantosa” (EE140), pero también como algo agradable, “bajo ángel de luz” (EE 332). Es decir, el mal también puede actuar desde estructuras que en su forma externa parezcan muy buenas o ‘espirituales’ pero que, en su fondo interno, son deshumanizante.
[7]Por ejemplo: la posesión, la posición social y la autoestima son tres “bienes” que pueden tornarse imperceptiblemente en codicia y falta de solidaridad, ansia de status y poder a costa de los demás, y soberbia y egocentrismo. “De manera que el primer escalón sea de riquezas; el segundo, de honor; el tercero, de soberbia, y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios” (EE 142).
[8] Por esto recomienda Ignacio, para luchar contra este deslizamiento casi imperceptible, “tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio contra el honor mundano; el tercero, humildad contra la soberbia; y de estos tres escalones induzcan a todas las otras virtudes” (EE 146).
[9] Prefiriendo siempre, en igualdad de circunstancias, asemejarse lo más posible a “Cristo pobre y humillado” (EE 167)
[10] González Faus, J.I. “Carta a un amigo agnóstico”, Revista Christus, Centro de Reflexión Teológica, México, marzo de 1992 p. 42.
[11] Murphy-O’Connor, C.”Evangelizar a los jóvenes en una Europa postmoderna”, Symposium de obispos europeos, Roma, abril de 2002 (traducción de Francisco López Rivera).
[12] Linn D., Linn M. y Fabricant Linn Sh. (1994) Las buenas cabras. Cómo sanar nuestra imagen de Dios, México, Promexa, p. 36.