Bernard Rordorf
Prof. de Teología sistemática en la Facultad de Teología de la Universidad de Ginebra
Planteamiento del problema
El tema del juicio final provoca malestar. Da miedo abordarlo por distintas razones. En todo caso, no hay predicador que ponga a tono su discurso con los acordes terroríficos de algunos textos proféticos o apocalípticos. Amós afirma que el día del Señor será tinieblas y no luz: Como cuando huye uno del león y topa con el oso o se mete en casa, apoya la mano en la pared y le pica la culebra (Am 5, 18-20). Va en la misma línea la imagen de la gehenna, donde no habrá sino lágrimas y rechinar de dientes (Mt 13, 50) y la del lago de fuego y azufre, donde el diablo y los impíos serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (Ap 20, 10). Y cabe recordar que en una época no muy lejana, en el oficio de difuntos se cantaba la célebre secuencia de Tomás de Celano: Dies irae, dies illa: “día de cólera aquel día… el mundo quedará reducido a cenizas (…). ¡Qué terror se apoderará de nosotros cuando se presente el juez!”
Durante mucho tiempo, este lenguaje y estas imágenes han alimentado una “pastoral del miedo”, gracias a la cual multitud de fieles se han apresurado a refugiarse en los consuelos de la Iglesia. Pero han levantado también una protesta creciente que ha contribuido a los progresos de la increencia. Diríase que este lenguaje y estas imágenes remiten a una concepción arcaica de la que hay que liberar las conciencias. Sólo así podrán acoger el anuncio evangélico del perdón y del amor de Dios. ¿Tiene la revelación del amor de Dios en Jesucristo como correlato el declive del tema del juicio? Esta es la cuestión.
Carácter realista del lenguaje
Una primera reflexión: el lenguaje del juicio es extraordinariamente realista. Me explico. Lo que describe no es sino la realidad misma de la historia humana, en la que reina la violencia y donde ese reinado es favorecido por la maldad, la injusticia y la cobardía de los más. Pero no sólo describe. Manifiesta también el carácter fundamentalmente destructor del mal. Y lanza una advertencia: si no os convertís, pereceréis todos. O sea: pereceréis por vuestra propia violencia. Pero esta advertencia emplaza también a Dios: por ser destructor, el mal oscurece la bondad primera de la creación, la hace opaca a la bendición que Dios dirige a todo ser vivo y, por consiguiente, afecta a la divinidad de Dios y acarrea la urgencia de su juicio. Si Dios acompaña al ser humano en su historia, no puede abandonarle, preso de esa cadena por la que la violencia engendra violencia. Por esto, la promesa de Dios es indisociable de su resistencia al mal.
Ahora cabe esbozar una nueva reflexión. Podría ocurrir que el anuncio del Evangelio, desprovisto de toda referencia a la cólera de Dios y a su juicio resultase superficial y perdiese mordiente. Existe el riesgo de invocar el amor de Dios de una forma light que le quite toda su fuerza. Si, como decía Paul Claudel, la caridad no es azúcar, sino sal, hay que concluir que no cabe hablar del amor de Dios sin mencionar su juicio. Pero si se habla del juicio de Dios, ha de ser siempre a partir de su amor, nunca fuera de este amor. Amor y juicio, como misericordia y justicia, son como cara y cruz de una misma moneda. En la medida en que, por medio de ellas, Dios está presente en la realidad del ser humano, no se puede pensar en la una independientemente de la otra.
La cólera de Dios
Llama la atención cómo en los Evangelios se evoca la cólera de Jesús. Un sábado entró en una sinagoga, donde había un hombre con una mano paralizada. Lo observaban para acusarlo. Mirándolos indignado, aunque dolorido por su obstinación, dijo al hombre: Extiende la mano (Mc 3, 5). Y ante un niño poseído de un espíritu que lo dejaba mudo, por el que los discípulos no habían podido hacer nada, Jesús monta en cólera y exclama: ¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? (Mc 9, 19). Naturalmente no se trata de aquella cólera destructora que el propio Jesús en el Sermón de la montaña equipara al homicidio (Mt 5, 21-22), sino justamente de todo lo contrario: de una cólera o, más bien, de una impaciencia, contra todo lo que es destructor, contra lo que se opone a la presencia liberadora de Dios. Lo que aquí se ataca, más aún que la maldad, es la incredulidad, que entraña una indiferencia respecto al mal que afecta a los demás. De esta cólera, como del celo de Dios en el AT, hay que decir que se inflama contra todo lo que perjudica a los que Dios ama. Su único objeto es ponerlos alerta y protegerlos.
La cólera de Dios no surge, pues, porque Él se ha sentido herido, sino porque se ha transgredido la Ley. Y sabemos que la Ley no exige la obediencia por la sola obediencia, sino que pretende hacer posible un orden que refleje la bondad de la creación, estableciendo la paz entre todos los seres que la integran; Jesús lo zanja de una vez para siempre: el sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado (Mc 2, 27). Lo que hace que toda trasgresión de la Ley sea condenable no es simplemente el hecho de que constituya una desobediencia a la voluntad de Dios, sino el que resulte fundamentalmente destructora y, por ello, contradiga la voluntad de Dios, por cuanto ésta tiene como fin la bondad de la creación. La cólera de Dios, lejos de ser ella misma destructora, tiene por objeto el poder destructor del mal y todo lo que contribuye a darle libre curso. Si Dios no fuese capaz de esta cólera, tampoco lo sería de amar a su creatura.
La cólera es, pues, necesaria para comprender el amor de Dios. Un amor que no entrañara esta cólera ni un juicio contra todo lo que destruye lo que ama, no sería auténtico amor. Por consiguiente, un amor de Dios que excluyese toda referencia al juicio, resultaría insípido e inoperante. Un amor que no sabe decir no, no es amor. Pero, cuando el amor dice no, este no está al servicio del sí fundamental del amor. Resulta una expresión del amor y es a partir de él como ha de ser comprendido. Por indispensable que sea para la comprensión de su amor, la cólera de Dios no es independiente de ese amor, sino que constituye una manifestación suya, aunque indirecta. Dios no quiere la perdición de aquel al que ama, sino su liberación y su salvación.
Comprendida así, la cólera no implica el alejamiento de Dios, sino su proximidad, su voluntad de entrar en relación con el ser humano. Pues la cólera es todavía una palabra de Dios. Nadie lo ha expresado mejor que Orígenes en su primera homilía sobre Jeremías: “Dios, quien sin previo aviso, sin decir nada, podría infligir un castigo a los que condena, aun cuando condena, habla y el hecho de hablar es, para él, un medio para librar de la condenación al que va a ser condenado”. Como palabra que es, la cólera pide una respuesta: el arrepentimiento que puede desarmarla. No pretende, pues, el aniquilamiento del culpable. Y, cuando se manifiesta con la viveza que le es propia, es justamente para abrir el espacio a una respuesta. Lo único que obstaculiza la acción del amor, del que la cólera no es sino una expresión, es el rechazo de esa palabra.
Respecto al binomio amor-cólera existe una gran diferencia entre Dios y el ser humano. Lo que nos permite hablar de la cólera de Dios como de una manifestación de su amor es que Dios es amor. Al afirmar que Dios es amor (I Jn, 4, 8), la primera carta de Juan dice mucho más que la afirmación Dios ama. A diferencia de Dios, y aunque seamos capaces de amar, nosotros no somos amor. Por esto, nuestras cóleras, como nuestros juicios, son ambivalentes: aunque nazcan del amor, hay siempre en ellos una parte de negación del amor. En cambio, en Dios, que es amor –porque no es sino amor-, la cólera puede tener el amor como principio y como fin y no ser toda ella sino un rostro de este amor.
Pero la cólera no es el rostro original de Dios, sino sólo un rostro empañado. Y, por ello, a la afirmación de que Dios es amor, no se le puede añadir el paralelismo de que Dios es cólera. Por el contrario, la Escritura nos recuerda que Dios “es lento para la cólera”. La cólera no pertenece a Dios en sí. Sólo es la reacción de Dios al poder destructor del mal. Como decían antiguamente los dogmáticos, no es un opus proprium (obra propia), sino un opus alienum (obra ajena). Cuando, por malicia o debilidad, el ser humano consiente en el mal y contribuye así al reino de la violencia, Dios va contra él para juzgar el mal que hace. Pero no se dirige contra él para perderle, ya que le ama, sino para liberarle del mal, del que el ser humano por sí mismo no puede deshacerse.
La buena nueva del juicio final
Si el juicio tiene su principio en el amor, hay que hablar de una buena nueva del juicio final. Es, pues, por una auténtica perversión por lo que este juicio ha servido como medio de presión sobre las conciencias, a base del miedo. Pues el juicio de Dios no tiene nada que ver con el juicio de los hombres, a los que justamente se les manda no juzgar. La diferencia entre el juicio de Dios y el de los hombres no reside en que el primero es más iluminado, sino en que obedece a otra lógica. Lo decisivo aquí es la identidad del juez: Cristo mismo, el príncipe de la paz. Por esto, a lo que los profetas denominaban el día de Yahvé, Pablo lo llamará el día de nuestro Señor Jesús (I Col, 8; Flp 1, 6). Y en la gran liturgia de (Ap 5) se asigna la ejecución del juicio al cordero inmolado, pues es él sólo el que ha sido hallado digno de abrir el libro sellado con siete sellos. El simple hecho de que el juez último sea un cordero inmolado cambia radicalmente el sentido del juicio que realiza.
El juicio final se opone a las representaciones humanas del juicio. Como juicio final, o sea, sin apelación, constituye la victoria decisiva de Dios sobre el poder del mal. Es la respuesta de Dios a nuestra plegaria cotidiana: líbranos del mal. Líbranos del mal que hacemos como del que sufrimos. Líbranos de nuestra impotencia contra el mal, como de nuestra complicidad con él. Pero, si el juez es un cordero inmolado, ¿cómo concebir esta victoria, sino en función del acontecimiento de la cruz, por el que Dios ha reconciliado al mundo consigo mismo? (2 Co I, 19). No hay, pues, que concebir el juicio como la separación entre justos e injustos, para darles a unos la recompensa y a los otros el castigo, sino como el restablecimiento de la paz.
Por esto, la mejor analogía para aproximarnos a la naturaleza de este juicio no sería ni la de la espada ni la de la balanza, sino la de un intento de reconciliación. Como ejemplo puede servir la iniciativa de algunos jueces en Francia, en el caso de jóvenes delincuentes. Consiste en poner cara a cara a las dos personas –la agresora (el joven) y la agredida (normalmente una persona mayor)-. Y luego, intentar que surja un comienzo de relación personal. El encuentro no es fácil: ni prepararlo ni realizarlo. Pero si sale bien, la relación personal incoada ayuda a la persona agresora a tomar conciencia de su acción e intentar repararla; y a la agredida, a superar el trauma. Cuando esto ocurre, la verdadera reparación no consiste tanto en la compensación del daño, como en el restablecimiento de la relación.
El reconocimiento de los actos cometidos
Esta reconciliación supone el pleno reconocimiento de los actos cometidos y de su alcance real. Para evocar la realización del juicio final, la Escritura echa mano a menudo de la analogía de poner al descubierto. El juicio mostrará la verdad de nuestras vidas. Develará la parte de bondad y de maldad de nuestras acciones, sus consecuencias queridas y no queridas. Descubrirá el verdadero objeto de nuestras esperanzas más ardientes, de nuestras traiciones y de nuestras dimisiones, de nuestras angustias escondidas y de nuestras heridas ocultas. Así revelará la profundidad desconocida de la bondad, pero también la extensión real del mal y el sufrimiento que siempre lo acompaña. Este poner al descubierto, por doloroso que sea, constituye una liberación, pues elimina toda la oscuridad y toda la ambigüedad que hay en nosotros y en las que se pierden los motivos últimos de nuestras acciones. Es entonces cuando nos damos cuenta de que lo terrible sería no ser juzgados: sería la señal de la indiferencia última de Dios con nosotros. Querría decir que Dios nos abandona a nuestra mentira y a las cegueras asesinas que rigen la historia humana.
Sin embargo, esta confrontación con toda nuestra vida que realiza el juicio final no cae de su peso. En realidad, no podemos aceptar semejante confrontación, sino cuando emana de una mirada de amor sobre nosotros. Mientras el juicio tenga la forma de acusación, como sucede en los tribunales humanos, nos sentimos constreñidos a identificarnos con nuestros propios actos y a justificarlos, con lo que nos hacemos prisioneros de nuestra propia mentira. A este respecto, apenas existe un testimonio más sobrecogedor que las conversaciones de Gitta Sereny con Franz Stangl, comandante de los campos de exterminio de Sobibor y Treblinka, durante la última guerra mundial. Dichas conversaciones tuvieron lugar en 1971, poco después de la condena de Franz Stangl a cadena perpetua.
Tras un primer encuentro en el que Franz Stangl se porta como inocente ante el tribunal, asegurando que no tenía nada que reprocharse, que únicamente había obedecido órdenes y que personalmente no había hecho mal a nadie, Gitta Sereny precisa así su proyecto: “Le dije que me sabía de memoria cuanto acababa de decirme (…). Yo estaba allí para otra cosa: para oírle hablar verdaderamente a él (…). Le dije también que importaba que supiera desde el comienzo que estaba horrorizada de todo lo que los nazis habían hecho, pero que le prometía reproducir exactamente lo que él me dijese, cualquiera que fuese su contenido, y que me esforzaría por comprender, sin ideas preconcebidas (…). Si, después de haber reflexionado, decidía ayudarme a penetrar más profundamente en el pasado, entonces acaso podríamos descubrir juntos una verdad, una verdad nueva, que arrojaría una luz única en un ámbito hasta entonces incomprensible”. Así, durante los tres meses que van a durar las conversaciones, por el respeto que ella le va a testimoniar, por su atención acogedora, a veces rota por el horror, pero siempre exenta de juicio, Gitta Sereny va a ayudar a Franz Stangl a acercarse a su propia verdad y a aceptar su parte de culpabilidad.
Cuando, por comparación, se piensa en el proceso de Adolf Eichmann o en el de Klaus Barbie, lo que resulta terrible es que uno y otro hayan muerto encerrados en su ceguera y en su mentira, sin acceder a un reconocimiento verdadero de lo que habían hecho. Lo que aquí está en juego es algo distinto del castigo. Todo castigo, por riguroso que sea, resulta irrisorio frente a la inmensidad del mal cometido. ¿Qué pena se podría imaginar para Sobibor, Treblinka o Auschwitz? No sería sino un mal suplementario añadido a un mal inconmensurable. Se piense lo que se piense sobre la necesidad, social o ideológica, de castigar a los culpables, no deja de ser verdad que la sola victoria efectiva sobre el mal, la victoria que tiene su analogía en el acontecimiento de la cruz, consiste en la reconciliación y en esta forma de reconciliación que llamamos perdón. Pero, para que haya perdón, es necesario pedirlo.
Esta petición sólo puede suscitarla un juicio que tiene su principio en el amor. Perdonar no consiste en borrar lo que se ha hecho y todo perdón entraña un juicio. Pero este juicio tiene sólo por objeto los actos. Como se afirma en Sal 62, 13 (citado en Mt 16,27; Rm 2, 6; 2 Tm 4, 14; Ap 2, 23), Dios juzga a cada uno “según sus obras”. Juzgando así es como perdona. Pues distingue entre la persona y sus actos. Dado que este juicio tiene su principio en el amor, que es creador de las personas, es justamente este juicio el que permite al pecador entrar en confrontación con su propio pasado y,en particular, reconocer sus propias faltas y arrepentirse de ellas. Es necesario que la persona se haya vuelto hacia sí misma, tomando distancia de sus actos, para que pueda reconocerlos y responder de ellos. Así entendido, el juicio final no es sino la realización de la justificación por la fe. Pues, si hay una perdición, ésta no se halla en el interior de este juicio, sino fuera de él, ya que fuera de él cada uno permanece prisionero de sus propios actos. Como dice Agustín en la homilía doce sobre el Evangelio de Juan: Tú no puedes ser salvado por él, tú serás juzgado por ti mismo.
¿Significa esto que, como afirma la antigua doctrina de la apocatástasis, todos serán salvados? Si el juicio tiene su principio en el amor, es que la misericordia está sobre la justicia y que la mutua interdependencia entre ambas se resuelve siempre a favor de la primera. No cabe, pues, representar la salvación y la perdición como dos posibilidades iguales, como dos caminos entre los que habría que decidirse. Y se comprende perfectamente que, a propósito de la apocatástasis, haya podido afirmar Karl Barth: “No digo que la enseño, pero tampoco que no la enseño”. Y Jacques Ellul añade: “Hay que estar loco para creerla, pero es impío no creerla”. Sin duda, ambos consideraban que el peligro que acechaba a esta doctrina era menor que el que amenaza de una restricción del poder salvador del amor de Dios.
La salvación no es automática
Para el Nuevo Testamento, no existe una salvación automática. En él se subraya el carácter universal de la salvación realizada en Jesucristo, muerto y resucitado por todos. Pero el Nuevo Testamento recuerda también que, para salvarse, hay que creer en Jesucristo. Como se afirma con una fórmula que marca bien la tensión entre la universalidad de la sola gratia y la restricción de la sola fide: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna (Jn 3, 16). Y ¿qué ocurre cuando no todos creen en la salvación destinada a todos? ¿Es que la voluntad de Dios de que todos se salven fracasa? ¿O es que la fe no es sino una condición provisional de la participación en la salvación?
La aporía de la salvación de todos
Como se enseña en numerosas parábolas evangélicas, el perdón no aceptado queda sin efecto. Dicho de otra forma: el que rechaza vivir de este perdón se identifica con su propio pecado: Dios no puede mostrarle sino el rostro de la cólera. Pero esto no es sino una posibilidad. Sería abusivo deducir de aquí la realidad del infierno, como si, desde toda la eternidad, existiese un lugar preparado por Dios para recibir a los impíos. No es Dios el que, por negarse a amar, crea el infierno. Y por esto, todas las imágenes infernales que hay en la Escritura corresponden a lo que pasa en la tierra. Es, pues, el hombre el que crea el infierno no dejándose amar. En este sentido, la idea del infierno es puramente negativa. Llevada al extremo, consiste en poner de manifiesto que el amor exige una respuesta. Esta idea representa la impensable posibilidad, el sinsentido del rechazo último del amor e implica la desesperación en sentido absoluto.
La complacencia en las imágenes del infierno es peligrosa y hay que combatirla porque presenta una fe que, al considerar esencial que otros sean reprobados, no tiene nada de evangélica. El que cuente con la posibilidad de que un solo ser humano –fuera de él mismo- sea reprobado, no puede amar de veras. Pues admitiría que hay seres que Dios puede abandonar a su suerte y con los cuales ya no intenta reconciliarse. Pero, como dice Pablo, Dios encerró a todos en la rebeldía para apiadarse de todos (Rm ll, 32). La solidaridad de todos en el pecado se convierte en solidaridad de todos en la misericordia. Pero esta solidaridad nueva, obra de la gracia, es una solidaridad que hay que promover. Así, si no hay una salida teórica a la aporía de la salvación universal, sí la hay práctica. No podemos creer en la salvación universal como en un dogma, pero hemos de creer en ella como una dimensión inalienable de nuestra esperanza.
“Lo primero de todo, recomiendo que se ofrezcan súplicas, peticiones, intercesiones y acciones de gracias por todas las personas (…). Esto es bueno y aceptable para Dios nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad” ( I Tm 2, 1-4). Esta voluntad de salvación universal la manifiesta Dios enviando a su Hijo que se entregó en rescate por todos (2, 6). La salvación universal no es, pues, materia de pronóstico, sino de compromiso y de esperanza. Por tanto, hay que creer que, en Jesucristo, la promesa de Dios es universal y que su gracia será la última palabra sobre toda la historia humana. Pero, para que esto se realice, hay que ponerse al servicio de esta promesa, hay que hacerse artesano de la paz. Y esto no se hace, según la bella fórmula de Hans Ur von Baltasar, sin “esperar por todos”.
Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA
Tomado de Selecciones de Teología N° 144 (1997) Págs.319-326