San Pedro Crisólogo
Obispo
Obispo de Ravena, murió hacia el año 450
Al ver al mundo oprimido por el temor, Dios procura continuamente llamarlo con amor; lo invita con su gracia, lo atrae con su caridad, lo abraza con su afecto.
Por eso llama a Abraham de entre los paganos, engrandece su nombre, lo hace padre de la fe, lo acompaña en el camino, lo cuida durante su permanencia en un país extranjero, lo enriquece con toda clase de bienes, lo honra con triunfos, lo regala con promesas, lo libra de las injurias, lo consuela haciéndose su huésped y, contra toda esperanza, le concede milagrosamente un hijo; para que, colmado con tantos beneficios y atraído con tantas pruebas de la caridad divina, aprenda a amar a Dios y no a temerlo, a rendirle culto por amor y no dominado por el terror.
Por eso consuela en sueños a Jacob durante su huida, y a su regreso lo incita a luchar a trabarse con él en singular combate; para que terminara amando, no temiendo, al autor de ese combate.
Por eso llama a Moisés, revelándose como el Dios de sus antepasados, le habla con amor de padre y lo apremia a que libere a su pueblo de la opresión de Egipto.
Ahora bien, por todo lo que acabamos de evocar –que manifiesta cómo la llama de la divina caridad encendió los corazones de los hombres cómo Dios derramó en sus sentidos la abundancia de su amor-, los hombres, que estaban privados de la visión de Dios a causa del pecado, comenzaron a desear ver su rostro.
Pero la mirada del hombre, tan limitada, ¿cómo podría abarcar a Dios, a quien el mundo no puede contener? La fuerza del amor no mide las posibilidades, ignora las fronteras. El amor no discierne, no reflexiona, no conoce razones. El amor no se resigna ante la imposibilidad, no se intimida ante ninguna dificultad.
El amor no descansa mientras no ve lo que ama; por eso los santos estimaban en poco cualquier recompensa, mientras no viesen a Dios.