Madre patria, padre matria

Qué cierto es que poner nombre a las cosas es el comienzo para darles presencia. En el Génesis vemos que Dios crea mediante la palabra: «Hágase…» va diciendo cada día, y todo comienza a existir. Por otra parte, en el inicio del evangelio de Juan se puede leer: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros». Así es como el evangelista anuncia la llegada del Mesías. La palabra crea, hace real algo que estaba solo en nuestras mentes, o que ni siquiera estaba. Es por ello por lo que quiero aclarar, antes que nada, que no pretendo con este artículo criticar estos nuevos términos que abren la puerta a nuevas ideologías o formas de pensar, pues aún me queda mucho que conocer y reflexionar al respecto.

Lo que sí noto es que andamos muchas veces más preocupados en nombrar la palabra y en empeñarnos en su uso antes que en alimentar lo que hay detrás de ella. Buscamos con la palabra visibilizar lo que antes no veíamos o no queríamos ver, y eso está bien. La recalcamos, reinventamos, modificamos, tergiversamos a veces, renombramos, manipulamos (por qué no decirlo), pero… ¿logramos lo que pretenden?

No sé si tanta palabra nueva enfrenta más que comunica. Quiero creer, insisto en ello, que, al introducirlas en nuestro vocabulario, hay un sano deseo de poner sobre la mesa situaciones desconocidas, olvidadas e, incluso, maltratadas. Pero, a veces, esas palabras provocan el efecto contrario: nos dividen, nos separan, resquebrajan una convivencia que cada vez nos resulta más difícil que sea pacífica. Bien sea porque nos chocan, bien porque consideramos tiempo perdido el de ‘inventar’ palabras nuevas cuando hay tanto por hacer, o bien porque las entendemos como dardos ideológicos de los que tratamos defendernos.

Quizás lo que falla es que nos hemos olvidado de lo que hay detrás de esas palabras. En ellas está el recordatorio de que TODOS somos dignos de amar y ser amados; de que es necesario mirar a la persona, a cada persona, porque todas son tierra en que el Sembrador ha puesto su semilla, aunque tantas veces nos cueste tanto entenderlo. Cada nueva palabra anuncia algo muy antiguo: la importancia del cuidado; la certeza de que todos somos complementarios y necesarios en este enorme puzle que es la vida; la maravilla de la diversidad y la urgente misión de hacer que dicha diversidad no nos fragmente más de lo que ya estamos.

Para mí, la ciencia es maestra en muchas cosas. Una de las lecciones que he aprendido de ella es cómo los científicos, los «de verdad», los que buscan el bien común más que el dinero y el poder, sueñan con encontrar la unicidad, esa fórmula que lo simplifique y unifique todo: lo microscópico con lo macroscópico, lo cuántico con lo clásico, lo atómico con lo universal… Hay un deseo de encontrar una única ley que reúna toda la diversidad que compone este mundo en el que vivimos para así poder entenderlo un poquito más. Frente a esto, aquí andamos los demás: lanzándonos palabras que ni entendemos ni facilitan las cosas ni nos unen más.

Ojalá un día la palabra y las obras vayan juntas de la mano. Es más, ojalá las obras, las buenas obras, cobren tanta fuerza que ya no sea necesaria la palabra para entender lo que somos y significamos.

Almudena Colorado

Tomado de: Pastoral SJ

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