Dominique Cupillar, S. J.
Jesús ha asumido la condición humana en toda su vida, en particular en la cruz donde esa debilidad se hace escándalo. Pero no impotencia. En este artículo, el autor pretende ser fiel a la expresión de un jesuita del siglo XVII: “Es cosa divina no estar contenido por lo más grande, sino estarlo por lo más pequeño”.
Nuestra fe del Credo confiesa un “Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de las cosas visibles e invisibles”. Esta fe la hemos recibido a través de una larga tradición que ha reconocido o atribuido a la divinidad todas las propiedades que ella conocía acerca del poder, y de los cuales tenía una representación a través de sus expresiones habituales. El arsenal de la divinidad era el de un despotismo, de una ensordecedora profusión de títulos, una turba de legiones, una barahúnda de decretos y rayos condenatorios, una batahola celeste. “!Es Yahvé, es Yahvé quien es Dios!” gritó el pueblo sobre el monte Carmelo, después que el nombre de Yahvé hubo devorado por el fuego el holocausto y el leño, imponiéndolo como el Único frente a Baal vencido y a todos sus profetas asesinados. Es este poder de Yahvé el que aducirá a socorrer a Jacob, “pobre larva” de Israel, “vil gusanillo”, para sostenerlo con “su derecha victoriosa” y rescatarlo de la esclavitud egipcia. Poder de Dios contra aquel, usurpado de los ídolos cuyas estatuas no son más que mentira de cenizas “a las cuales les falta el soplo”. Después de la dispersión, el exilio, la ocupación romana, toda la espera del pueblo judío está habitada por esta memoria y por la esperanza de un Mesías vencedor, césar divino que vendría a liquidar al enemigo y a sus ídolos y a restaurar la realeza en Israel, con fidelidad a una alianza aprobada como la de una elección: “Y tú Israel siervo mío, Jacob, a quien elegí, simiente de mi amigo Abraham” (Is 41. 8).
En condición humana
Ahora bien, es Jesús quien ha aparecido; “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre Él; dictará ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará” (Is 42, 1-3). Será menester tiempo para reconocer en esta figura del servidor la del Mesías esperado. ¡Dios, la omnipotencia de Dios encarnado en un recién nacido, hijo de pobres, llegado al mundo de un villorrio perdido de Palestina! “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. “Un descenso sin gravedad”, dirá Simone Weil. Misterio “ineventariable”, dirá Claudel. Dios nacido de Dios, Luz nacida de la Luz, verdadero Dios nacido del verdadero Dios, conflagración de títulos, ha llegado a convivir entre nosotros, recibiendo el nombre de Emmanuel, “Dios con nosotros”. Habiendo tomado carne del hombre gracias al consentimiento de un “Fiat” de María, Quien ha dado a luz a Jesús después de haberlo llevado en su seno. Toda la vida de Jesús está marcada por esta elección de Dios de venir a salvar al hombre asumiendo su condición.
Dios ha asumido esta condición en su debilidad que es la nuestra, la de nuestras vidas sometidas a la ley del más fuerte. Desde la cuna hasta la cruz, Jesús no ha escapado a esta ley: ha nacido como un verdadero pobre y ha muerto como un proscrito. Pero no se somete a su destino como una víctima, pues Él ha asumido esta opción reivindicándola libremente. Él se ha vuelto espontáneamente hacia el extranjero, el excluido, el despreciado, antes de soportar Él mismo la sanción de esta opción escandalosa: la comunión con ellos en el oprobio, el sufrimiento y la muerte. Hasta el punto que Jesús se ha identificado definitivamente no solamente con el hombre, sino con el hombre acosado, desfigurado: “He aquí al Hombre”, lo designará Pilato, como un objeto de mofa, un hombre desgarrado.
“Quien me ha visto, ha visto al Padre”: al señalar al Hombre, Pilato estaba designando a Dios. Al encarnarse y tomar la condición de esclavo hasta la muerte, y muerte de cruz, en este movimiento de kénosis que evoca el apóstol Pablo en el himno a los Filipenses, Dios se oculta en la debilidad de un cuerpo entregado. No se trata de una nueva identidad de Dios, sino que es la revelación de lo que ella ha sido desde el origen; el poder del amor, creador de la vida. Tal es la omnipotencia de Dios, la de su amor por el hombre, cuya fuerza o debilidad no son sino atributos. Sin embargo, este poder del amor que Él poseía desde toda la eternidad, identificándose con la figura jadeante de Jesús clavado en la cruz, lo ha adquirido para nosotros. No es solamente Dios dando, sino Dios dándose: “Al abrirse sus ojos, ellos lo reconocieron”. Desgarro de la mirada. Porque esta debilidad de la cruz comportaba otra, la única tal vez que podría llamarse desgraciada y que merece nuestra piedad, incluso si Jesús se doblegó por tres veces bajo ella en una especie de oración que no escucharemos, la de nuestro pecado que él endosó, tomándolo sobre sí. “!Oh feliz culpa, -proclamará sin embargo la liturgia pascual-, que nos ha valido un tal redentor!”. ¡Sorpresa, admiración, suspenso del corazón ante semejante exceso!.
El escándalo de la debilidad
Sin embargo, la evidencia de la cruz es, por de pronto, la de un enigma (“El pueblo permaneció allí para mirar”), es decir, de un escándalo. Me parece conveniente citar aquí el siguiente pasaje del diario de un joven judío de 27 años, Etty Hillesum, muerto en 1943 en Auschwitz: El texto fue escrito el 12 de julio de 1942: “Oración del domingo en la mañana (…) Una cosa me parece cada vez más clara: no eres tú quien nos puede ayudar, sino nosotros quienes podemos ayudarte y, al hacerlo, nos ayudamos a nosotros mismos (…) Sí, mi Dios, tú pareces muy poco capaz de modificar una situación finalmente indisociable de esta vida. Yo no te pediré cuenta de ello, por el contrario, es a ti a quien somos llamados a darte cuenta algún día. Cada vez me parece más claro, a cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudarnos, sino corresponde a nosotros ayudarte y defender hasta el fin la morada que habitas en nosotros”.[1]
En el corazón de este siglo, la horrible realidad del Holocausto, con sus campos de muerte, ha proyectado una luz negra sobre Dios, confundiendo en su mismo reproche su silencio, su impotencia y su ausencia. Para muchos, “Dios ha muerto en Auschwitz”. Y la bárbara continuación en este fin de siglo, de otros crímenes atroces, los de Camboya, de Bosnia y Ruanda, mezclados a todos los que no se mencionan, parece confirmar este terrible veredicto, que ratifica la injuria del impío que el salmista se negaba a creer: “Dios olvida. No existe Dios”.
Ciertamente, nuestra fe ve en la cruz la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte, el signo de su resurrección, pero ella la ve al precio de un parto doloroso, al precio de experimentar la muerte ella misma, para renacer a través de este hecho de muerte y de vida que ella proclama. Este acontecimiento que proclama la fe, es el hecho de la muerte-resurrección de Cristo al mismo tiempo que la propia, surgiendo de este lugar donde ha desaparecido toda la razón de creer y de esperar. Misterio que el apóstol Pablo parece fundir en una misma alabanza: “Y sin duda, alguna, grande es el misterio de la piedad. Él ha sido manifestado en la carne, justificado por el Espíritu, visto por los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, exaltado a la gloria”. (I Tim., 3,16).
Para evocar este anonadamiento de Cristo sobre la cruz, quien se ha “vaciado” de sí, San Pablo habla de la “kénosis”. Pero ¿qué nos ha revelado Cristo sino el ser de Dios? Si existe una kénosis de Cristo, es que Dios, Padre, Hijo, Espíritu, están eternamente en kénosis, es decir, en acto de entrega sacrificial de sí. La kénosis de Cristo, total en su muerte, nos ha revelado en plenitud la gloria de Dios, que es amor en cuanto poder ilimitado de desaparición y de anonadamiento de sí. Poder de salvación del hombre y en el hombre, de su libertad. Toda la vida de Jesús está marcada con el sello de la no-intervención de Dios. “!Señor si tú hubieras estado aquí”! Ciertamente Jesús ha sanado enfermedades, ha hecho caminar a los paralíticos, pero rechazando obstinadamente que se tratara de prodigios, imponiendo a los sanados el mismo silencio que Él observará en el Calvario, trazando ya con este secreto acerca de sus milagros como un “círculo de kénosis”. “Este es mi cuerpo entregado, esta es mi sangre derramada… tomad… comed… bebed…”. Acá de nuevo, Jesús clausura en la Cena lo que ha sido su vida, una vida entregada, en un rito sin brillo, casi insignificante, reemplazado en el Evangelio de Juan por la escena en que Jesús lava los pies a sus discípulos. Hay que entender el silencio de Cristo en el Calvario en el ámbito de todos estos silencios, y comprender la ausencia de milagro en la cruz, como eco del rechazo de Jesús, en el umbral de su ministerio, a otros milagros como aquel de cambiar las piedras en pan. La resurrección resiste cualquier mise-en-scéne. Nada de prodigioso, de deslumbrante, ninguna manifestación de victoria o de revancha. El Evangelio no nos propone sino signos modestos que solicitan la fe. Una tumba vacía. Y Jesús que se aparece a los suyos con las marcas de su pasión.
Un signo para la conversión
Hay que acoger en estos rechazos la conversión que Él espera de nosotros, la de no buscar en Él una forma de poder que estaría en una parte diferente que en el acto de amar, donde nada es prueba sino donde todo es signo. Poder que no nos dispensa de nada, pero que nos transmite esa esperanza que nada, ni siquiera la muerte, “nos podrá separar el amor de Dios que es en Jesucristo”, después que Él mismo hubo franqueado, llenándola, la brecha de la muerte que nos separaba de Él.
Esta economía divida es prueba para la fe, un llamado a una conversión. En efecto, depende de nosotros, de nuestro consentimiento o de nuestro rechazo el que Dios pueda realizar en nosotros la hora de nuestra salvación, que es el signo más generoso de su poder, cuando su fuerza se despliega en la más fatal debilidad, la de un corazón muerto. Tal como Él se entregó a Pilato, cuerpo-objeto pasando de mano en mano, Dios sigue entregándose a merced nuestra, cuando podría impedirlo con una sola palabra. Habiéndose entregado a nosotros en la muerte, prosigue entregándose en la vida, no cesando de pasar por la prueba de nuestra fe ni dejando de encontrar en nosotros el refugio de un corazón. Grandeza indefensa que espera nuestra respuesta para comprobar en nuestras vidas que nada es imposible. Sujeción sin trabas. “Él se ha entregado”, “se entrega”. Semejante libertad que ha querido para el hombre en su relación con él, es primera y soberanamente la suya, recibida de Él mismo, inscrita en una elección irrevocable para el hombre.
Por ello, esta debilidad de Dios es todo menos el signo de su impotencia, lo que sería finalmente trágico para nosotros. Dios no es menos Dios porque se haya encarnado e identificado con el Hombre-Jesús, porque haya sufrido, haya sido crucificado y muerto en la cruz. “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”, reconoció el centurión. Confesión de fe contra el decreto de quienes finalmente en nombre y con menosprecio de la trascendencia, le han negado el poder supremo de trascenderse a sí misma. Sin comprender nada de nada. Proyectando sobre Dios sus propias síntesis y planes que no habían previsto que el vencedor podría rendirse, que la capitulación podría ser una victoria. No habiendo confrontado sino el orden de su orden, que no había programado este desorden del amor.
Esta victoria de Cristo sobre la muerte verificada en su resurrección es prenda de la nuestra. No la prenda futura sino la prenda ya presente operada en cada progreso del amor en nosotros, en cada avance de la vida en medio del combate contra todas las fuerzas de la muerte que nos asaltan sin tregua para perdernos. Al término de esta evocación, si podemos hablar de “felices debilidades”, es acogiendo la oportunidad de conversión que ellas nos ofrecen, permitiendo a Dios, contra todas las quimeras, revelarse tal cual es en verdad: poder de amor más fuerte que la muerte. Permitiéndonos sobre todo consentir las debilidades de esta realidad, sin complacencia ni resignación, sino acogiéndolas como el lugar que Dios ha escogido, al penetrar en nuestra contingencia, para revelársenos como poder de resurrección: “Dios ha escogido lo que es débil en el mundo para confundir a lo que es fuerte”.Es necesario volver a comprender a San Pablo: “Pero Él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias sufridas por Cristo, pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 9-10).
Este poder que se despliega en nuestra debilidad no es el de Cristo: es Cristo. Es Él el crecimiento de nuestros cuerpos: “Es menester que Él crezca y yo disminuya”. Es Cristo reviviendo en nosotros el acto de su muerte y de su resurrección que anticipa la nuestra. Experiencia pascual que Cristo no revive sólo en nuestro cuerpo, sino en todos esos otros cuerpos de la experiencia cristiana nacidos de la desaparición, de la pérdida de lo suyo: cuerpo escriturario, cuerpo eclesial, cuerpo místico, cuerpo social. Cada cual en la fragilidad de su historia y en la vulnerabilidad de sus especies, está llamado a encontrar en Él la ley del crecimiento y de su vitalidad.
[1] Une vie bouleversée. Seuil 1995, p. 175