Historia de un prejuicio casero

Por: Miguel Romero Pérez, s.j.

Doña Delia, mi madre, se ha hecho aficionada al canal televisivo de María Visión. Siempre ha sido
mujer devota, sin llegar a la mochería, pero ahora, después de los ochenta, con las dificultades
para moverse por la calle, le dedica una buena parte de la mañana a ver programas religiosos en
su tele. Ora absorta por sus hijos, por la Iglesia, por el mundo. Cuando yo vivía en el DF, más de
alguna vez me preguntó por teléfono desde Guadalajara por qué nunca iban jesuitas a celebrar la
Misa a los estudios del canal, que se encuentran en Zapopan. Yo le respondía: “Porque no nos
invitan, ni nos invitarán por la mala fama de liturgistas improvisados que tenemos. Seguro piensan
que vamos a llegar a poner un huarache sobre el altar, que vamos a cantar canciones de Mercedes
Sosa y a cambiar la lectura de la Palabra de Dios por algún artículo escandaloso de la revista
Proceso”. Ella se quedaba triste con mi respuesta pero aceptaba la lógica de mi explicación.

Un día me llamó emocionada para decirme que el que estaba celebrando la Misa en la tele era el
jesuita Eduardo Levy, que por tanto ya habían levantado el veto contra los jesuitas. La decepcioné
con mi respuesta: “No, mamá. El canal debe cuidar muy bien que los que celebran al aire y en vivo
tengan un estilo celebrativo impecable, que no pisotee las rúbricas. Levy, además de ser amigo del
Cardenal Sandoval, debe esforzarse por evitar toda estridencia y debe renunciar a tomarse
libertades creativas, si no, le van a cerrar las puertas también a él. Romper el prejuicio contra los
jesuitas está en chino”. Con el tiempo llegué a vivir a Guadalajara, en donde cara a cara doña Delia
volvía a lamentarse de la ausencia de jesuitas en las Misas televisadas.

Un día en la mañana la acompañé con el cirujano oftalmólogo y le puso fecha a la primera
operación de cataratas: el siguiente viernes. Ese mismo día en la tarde me encontré a Eduardo
Levy y pude preguntarle si era muy difícil conseguir ser invitado a María Visión, y para mi sorpresa
la respuesta fue: “Nada difícil. Habla por teléfono y les dará gusto”.

Me parecía increíble, pero nada perdía con el intento. Llamé e inmediatamente me dijeron que sí.
La fecha que yo propuse, el jueves previo a la operación, ya estaba cubierta por otro sacerdote,
pero me ofrecieron dialogar con él y luego informarme si era posible. A las pocas horas me
llamaron para confirmarme que me esperaban a celebrar la Misa el día jueves, que llegara a tales
horas para explicarme el procedimiento. Me acompañó Hugo Giovanni, un prenovicio que está en
la Ciudad de los Niños, y con naturalidad le pidieron que hiciera la primera lectura.

Celebrar la Eucaristía ante las cámaras tiene una tensión agregada, sobre todo cuando es la
primera vez. Sobre todo cuando estás pensando que están pensando que vas a cometer fechorías
contra las rúbricas. Sin embargo esta Misa, además de darle una devota sorpresa a doña Delia la
víspera de su cirugía (que fue un éxito), me dejó una enseñanza: ya sabía que los prejuicios son
malos, pero ahora me queda claro que dar por hecho que otros tienen prejuicios contra mí o
contra la Compañía es por lo menos una perdedera de tiempo: una especie de paranoia de lo más
improductiva.

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